domingo, 20 de septiembre de 2009

¡No seamos idiotas!

Leonardo Garnier Sub/versiones – La Nación: jueves 23 de Setiembre, 2004

Cuando, como en estas semanas, la política se nos aparece como la porquería que parece… lo que a mucha gente le dan ganas es de salirse… o ni siquiera meterse a la política. Preferimos quedarnos en nuestra vida privada, no complicarnos y, sobre todo, no ensuciarnos. Pero cuidado: los antiguos griegos – nos recuerda Savater – utilizaban una sonora palabra para designar a quien no se metía en política: le llamaban idiotés, que para ellos significaba “persona aislada, sin nada que ofrecer a los demás, obsesionada por las pequeñeces de su casa y, a fin de cuentas, manipulada por todos”.

Y es que buscando refugio en lo nuestro y en lo privado podríamos estar cometiendo un doble error. El error de creer que lo privado es mucho mejor que lo público (aunque bien hemos visto en estos días que buena parte de la corrupción viene, precisamente, de intereses privados); y el error de creer que lo público es menos nuestro que lo privado. Cuando un ladrón se nos mete a la casa y nos roba, no se nos ocurriría renunciar por ello a nuestra casa… y dejársela pasivamente a los delincuentes. Cuando ocurre lo mismo con la casa común, lo peor que podríamos hacer sería, precisamente, renunciar a ella – al país – y dejársela a esos usurpadores disfrazados de representantes. Eso sería una verdadera idiotez.

Hoy más que nunca hay que recuperar la casa común, hay que restituir el sentido de la representación, de la democracia. Y eso, no va a ser fácil. Para empezar, hay que volver a sentirse parte. Hay que ser parte. Hay que participar. Pero hay que participar con sentido, porque democracia no quiere decir participar en todo: sería una locura, sería impracticable, sería aburrido, sería insensato. Pero igualmente insensato es no participar en nada, desentenderse de todo, ya sea porque confiamos ingenuos en nuestros representantes… o porque desconfiamos tanto, que igual preferimos desentendernos. Sin nuestra participación, la democracia no funciona: se vuelve fofa y chula, ineficiente y corrupta.

Para participar, hay que enterarse. Hay que informarse. Hay que conversar, discutir, debatir. Hay que deliberar. Hay que participar críticamente. Y hay que reconocer que, aunque vivamos en la misma casa – o vayamos en el mismo barco – no somos tan iguales, ni tenemos los mismos intereses, ni vivimos en las mismas condiciones, ni tenemos las mismas ventajas… o desventajas. Como bien nos recordaba Manuel Rojas el domingo, mientras algunos van en primera y marcan el rumbo, otros van en el cuarto de máquinas y apenas siguen el ritmo. Por eso no basta que la nave marche… tiene que marchar para todos. La vida en sociedad siempre será compleja, conflictiva, contradictoria. No se trata de abolir esos conflictos, como no se puede, tampoco, eliminar por decreto la corrupción. Lo que una sana vida democrática debe permitirnos es enfrentar esos conflictos y problemas de forma razonable y razonada, sí, pero con un presupuesto básico, y es que, en efecto, la casa común es de todos: nadie tiene derecho a tratar la cosa pública como su propio negocio personal. Por eso, aunque haya mil razones para que se nos quiten las ganas… no seamos idiotas: hay que participar en política.

lunes, 14 de septiembre de 2009

Pasar la antorcha

Leonardo Garnier Ministro de Educación Pública, Setiembre 2009

Junto con los faroles y los desfiles, junto con los bailes típicos y las banderas que adornan el país, una de las imágenes que con más fuerza se asocia a la celebración de nuestra independencia es la del paso de la Antorcha: una costumbre relativamente nueva, se ha convertido en símbolo claro de los procesos que hace ya 188 años condujeron a la independencia de las pequeñas repúblicas centroamericanas.

De país en país

Estudiantes y autoridades educativas de nuestros países hemos procedido en los últimos días – así como lo hicimos ayer en Peñas Blancas – a pasar la antorcha. Pasar la antorcha de país en país, como pasó la noticia en aquellos días de setiembre y octubre de 1821, anunciando y convocando a cada República a asumir su independencia, su autonomía, su identidad y su desarrollo, un desarrollo que debe serlo para todos.

Símbolo poderoso es el paso de la antorcha. Tanto por el fuego – señal de que algo acaba y algo nuevo nace de sus cenizas – como por el gesto aún más significativo de ser una Antorcha viva que corre y pasa de país en país, de mano en mano, vivificando, iluminando y, más que todo, exigiendo a quien la carga que cumpla con su destino, que sepa construirlo y, al hacerlo, que pase dignamente la Antorcha a nuevas manos, que continuarán – cada una a su manera – esta hermosa tarea de construirnos como pueblos, como países, como sociedades del nuevo mundo; porque siempre es nuevo el mundo al que pasamos la Antorcha.

Pasar la antorcha de país en país simboliza también un reto constante: el reto de la convivencia, de la fraternidad entre nuestros pueblos, entre nuestros países, entre nuestros gobiernos. Al cruzar cada frontera el fuego de la antorcha revela el doble carácter de nuestras fronteras: entelequias que separan pero, al mismo tiempo, trazos imaginarios que, por su misma naturaleza, hacen evidente qué tan cerca estamos: tan próximos, que solo nos separan punto y raya, raya y punto.

El paso de la antorcha nos invita, así, a hermanarnos en nuestros rasgos comunes y en nuestras diferencias, a disfrutar y crecer en nuestra diversidad, a combatir la discriminación y los estereotipos odiosos; y a construir juntos eso que llamamos desarrollo y que no es más que una forma abreviada de llamar al bienestar para todos; a la convivencia armoniosa entre todos y con nuestro pródigo pero frágil entorno; al camino que integra la cohesión social con el crecimiento económico; a la vida institucional y democrática que garantiza que los pueblos sean siempre los auténticos dueños de su destino, libres de opresión y libres demagogia.

Pasar la Antorcha de país en país – en Centroamérica – significa además pasar la voz, pasar el pensamiento, pasar las emociones y los sentimientos, pasar la música y el baile y la pintura; pasar los platillos de comida de cada uno al vecino, y comer los del vecino... que si es del vecino es también nuestro, tan nuestro como el gallo pinto, el tamal y la tortilla.

Pasar la Antorcha – símbolo universal – nos invita además a compartir y enriquecer nuestra identidad y nuestra cultura con todo lo que ofrece el mundo; nos llama a enriquecer lo nuestro apropiándonos lo mejor de la cultura universal, haciendo nuestro lo que alguna vez pareció ajeno – como hicimos con la guitarra y la marimba, con el café y la cerveza, con la palabra y la pollera (y hasta con el fútbol, al que llamamos nuestro deporte nacional, aunque no sea este el mejor momento para recordarlo). Así, apropiándonos de lo ajeno a partir de lo nuestro, transformándolo en propio, podremos también aprovecharlo como combustible potente para que nuestra Antorcha costarricense y centroamericana arda también con un fuego universal y constituya un símbolo de nuestro aporte a la Humanidad.

De estudiante a estudiante

La Antorcha pasa de estudiante a estudiante, de joven a joven a lo largo de cientos de kilómetros. Al hacerlo, el paso de la Antorcha surge como símbolo del largo camino que cada uno de ellos deberá recorrer a lo largo de su vida como persona, y todos ellos como ciudadanos de una Patria, como representantes de una región y como herederos y herederas de un planeta. Recorrerán este camino imaginando, diseñando y haciendo realidad los sueños que les permitirán, cuando llegue el momento, heredar dignamente la Antorcha a otros jóvenes, soñadores como ellos, curiosos como ellos, inquietos como ellos, retadores y rebeldes como ellos y como los jóvenes de todos los tiempos. Como debe ser.

Antorcha y estudiantes se funden en su carrera como un solo símbolo: joven y antorcha se hacen una sola imagen, una sola fuerza al recorrer nuestra geografía; la imagen del sueño vivo, del sueño que avanza iluminándonos con su fuego y con su paso; paso firme de piernas jóvenes, fuego de corazones jóvenes, camino de ideas e ilusiones jóvenes.

Jóvenes que hoy estudian, que hoy juegan, que hoy conversan y escriben y chatean, que hoy bailan y cantan, que discuten y alborotan, que a veces pelean y... que aman; pero también jóvenes que hoy se angustian pensando en su futuro, y que nos reclaman por un presente que no siempre les ofrece todas las oportunidades anunciadas por el fuego de la Antorcha que cargan. En Centroamérica – y en esta Costa Rica – nuestra gente joven se siente amenazada por un fuego distinto: fuego de pobreza, fuego de violencia, fuego de drogas y, sobre todo, el fuego de una indiferencia que les quema las alas, las ilusiones y las piernas. Paradójica realidad de nuestros países, capaces de depositar la esperanza en manos de sus jóvenes, pero incapaces a veces de brindarles la educación, la salud, el respeto, la identidad y el afecto necesarios para que el fuego de la antorcha alimente... en vez de consumir sus vidas.

De generación en generación

La antorcha pasa de país en país. La antorcha pasa de estudiante a estudiante. La antorcha debe pasar también de una generación a otra. Tal es la esencia de la vida y de la historia. Tal es el reto de la educación y el desarrollo: tomar lo mejor de las generaciones precedentes, apretar el paso y recorrer la ruta que nos toca, hasta llegar a un punto superior en el que la Antorcha sea digna de ser pasada a las nuevas generaciones.

Mucho se habla de la juventud de hoy, de sus supuestas debilidades y flaquezas, de su desinterés y desidia, de su alegada pérdida de valores. Esto no es nada nuevo: cada generación de jóvenes ha oído los mismos discursos de sus mayores: así fue en los setentas, igual que fue en los cuarentas... o en los años veinte. Los jóvenes siempre parecerán inadecuados a sus mayores: la verdad, es que simplemente son jóvenes.

Los jóvenes de hoy – y esto lo digo con pleno conocimiento y convicción – son realmente dignos herederos de sus abuelos: son personas inquietas, curiosas, preocupadas por su comunidad, por el país, por el ambiente y por el mundo; son apasionados, críticos, rebeldes... como corresponde a su juventud. No tienen todas las respuestas, pero se están haciendo buenas preguntas.

La pregunta que debemos hacernos nosotros – sus padres y madres, sus docentes, sus mayores – es una pregunta muy simple: ¿seremos nosotros dignos portadores de la Antorcha con que nos ha tocado correr, seremos dignos de nuestros padres y madres, dignos de nuestros hijos e hijas? Desde el hogar, desde las aulas, desde los medios de comunicación, desde los púlpitos, desde nuestro lugar de trabajo... ¿estamos contribuyendo como debemos con la formación de nuestra juventud, somos realmente un ejemplo a seguir?

La antorcha que pasemos a nuestra gente joven no puede ser simple brasa que se apaga al paso, por sus miras cortas y su conformismo. Pero cuidado, tampoco puede ser un fuego fatuo que les encandila y les ciega con su brillo inútil, impidiéndoles ver el camino. De nada valen los sueños si no pasan de ser quimeras que solo nos sirven para lamentarnos de lo que no tenemos o no hemos sabido construir. Las verdaderas utopías son aquellas capaces de guiarnos en la acción, aquellas que pueden transformarse en realidades.

Por eso, por lo que hemos logrado, pero más aún por lo que nos queda por lograr, es indispensable que sepamos alzar esa Antorcha, que sepamos llevarla de país en país, de estudiante en estudiante y de generación en generación, para que nuestros sueños se sigan transformando en realidad y nuestra realidad pueda dar paso a nuevos sueños cada vez más ambiciosos. Sepamos ser dignos de nuestra historia.

lunes, 7 de septiembre de 2009

¿Cómo me habría visto de bebé
...con melena?

sábado, 5 de septiembre de 2009

Tontas e indefensas

Leonardo Garnier - Sub/versiones: La Nación, Costa Rica, 20 de enero, 2004

“Preferirían casarse con su asistente, no con su jefe”. Así concluye un estudio recién publicado en Michigan según el cual los hombres preferirían casarse con mujeres que ocupen puestos subordinados al suyo y no con mujeres que sean sus colegas o superiores. “Las mujeres poderosas estén en desventaja en el mercado matrimonial – dice la Dra. Stephanie Brown – porque los hombres prefieren casarse con mujeres menos exitosas.” A esto se agregan los resultados de otro estudio, realizado en Inglaterra, según el cual los hombres inteligentes con puestos demandantes prefieren una esposa tradicional y sumisa, más que una que sea su igual. Los resultados son dramáticos: un alto coeficiente intelectual disminuye las posibilidades matrimoniales de las mujeres en un 35%, pero las eleva en un 40% para los hombres. El mensaje es clarísimo: las mujeres los prefieren inteligentes… pero ellos las prefieren tontas. “Mientras que las mujeres quieren casarse con hombres con los que puedan mantener una buena conversación – dice Maureen Dowd, del New York Times – parece que esos hombres prefieren casarse con mujeres con las que no tengan que conversar”.

Esto me recordó la queja de unas amigas que me aseguraban que a pesar de ser obviamente bonitas, inteligentes, simpáticas y demás cualidades que debieran hacerlas atractivas a cualquier hombre... ninguno parecía darse cuenta. Y no es que sean ermitañas: tienen montones de amigos pero, como ellas mismas dicen, son solo eso: sus amigos; y las tratan como a otro amigo más y nada más. Ustedes – les dije – tienen el “síndrome de Batichica”: “supermujeres” que necesitan un “superhombre” para hacer pareja pero, esos, no abundan. La cosa es todavía más grave, pues Supermán nunca es novio de Superchica, ni Batman se casa con Batichica; y a los superamigos nunca se les ocurre enamorar a la Mujer Maravilla. No, las novias de los superhéroes nunca son otras mujeres poderosas como ellos, sino simples mortales indefensas como Lina Luna o Luisa Lane... “a las que ellos siempre pueden proteger y salvar” – advirtieron, certeras, mis amigas.

De los estudios y las tiras cómicas podríamos concluir que lo que vuelve atractiva a una mujer a ojos masculinos no es su belleza, su simpatía ni – mucho menos – su inteligencia, sino su vulnerabilidad. Ellos necesitan sentirse fuertes, poderosos, necesarios, en fin... hombres; y, para eso, nada mejor que alguien que necesite esa protección, que la disfrute, que la agradezca… y no discuta. Si además de parecer vulnerable, un poco débil, no demasiado inteligente y un tanto insegura, está dispuesta a reconocer los poderes de su protector con repetidas aprobaciones, risas fáciles y su admiración incondicional, tanto mejor: son la miel ideal para los frágiles egos masculinos. Por el contrario, las que no parecen tan vulnerables y, sobre todo, las que parecen invulnerables, podrán ser interesantes, simpáticas y hasta bonitas, pero no: en lugar de atraer a los hombres, más bien los intimidan, los asustan. Ellos las prefieren tontas e indefensas. Por eso, Batichica está sola... ¿hasta cuándo? Les dejo con un consuelo: en la última película de superhéroes, Mr. Incredible se casó con Elástica… y no podía irles mejor. Tal vez haya esperanza.


El primer estudio es el de Stephanie L. Brown, Brian P. Lewis: “Relational dominance and mate-selection criteria: Evidence that males attend to female dominance” Evolution and Human Behavior, Vol. 25, No. 6, December 2004.

El segundo estudio fue realizado por académicos de cuatro universidades británicas: Aberdeen, Bristol, Edinburgh and Glasgow, y reportado por The Sunday Times:
http://www.timesonline.co.uk/article/0,,2087-1423032,00.html

Dos artículos que han hecho referencia a estos resultados son:

Maureen Dowd: “Men Just Want Mommy” The New York Times, January 13, 2005
http://www.nytimes.com/2005/01/13/opinion/13dowd.html?incamp=article_popular_1

John Schwartz: “Glass Ceilings at Altar as well as Boardroom”, The New York Times, December 14, 2004
http://iht.com/articles/2004/12/15/healthscience/snmates.html

miércoles, 2 de septiembre de 2009

Twitter, twit... siempre la palabra

Leonardo Garnier http://twitter.com/leonardogarnier

No hay duda de que, al menos tecnológicamente, vivimos tiempos nuevos. Nuevos en muchos sentidos pero, sobre todo, en términos de nuestra comunicación. ¿Se acuerdan la época de las cartas? Sentarse con un bolígrafo (esos todavía existen) y volcar nuestros sentimientos o pensamientos en un papel, doblarlo cuidadosamente, primero a la mitad, luego en tercios para que cupiera bien en el sobre, del que humedecemos la goma prevista para cerrarlo (ojalá con sabor a menta, pero no siempre). Estampillas – indispensables – y al correo. A partir de ese momento, esperar. Una, dos semanas mientras la carta hace su travesía. Imaginar el momento en que es recibida ¿con ilusión, con angustia, con desdén? ...leída ¿lenta o velozmente? hasta ser finalmente contestada – al menos uno espera – y sometida al mismo rito hasta llegar de vuelta a nosotros ¿cuatro, ocho semanas después?

Tenía su encanto. Eran cartas de todo tipo. Notas de negocios. Cartas de amor. Mensajes para amistades desconocidas – pen pals – que desde otro país hacían amistad con nosotros sin habernos nunca conocido pero que con el tiempo, el papel y la tinta se nos volvían familiares. Cartas al amigo lejano. A los tatas cuando era uno el que estaba lejos. Cartas lentas, de papel, sobre y estampilla... y tiempo, todo el tiempo del mundo para ir y regresar en su recíproca. Tomaba tiempo escribirlas y era tanto el tiempo que tardaba luego su periplo, que las cartas eran casi siempre largas epístolas: varias páginas podían ir cuidadosamente dobladas en el sobre (por eso era bueno aquel papel cebolla, pues las estampillas eran caras).

De pronto, llegaron ellos: nuevos, rápidos ¿qué digo rápidos? ¡Instantáneos correos electrónicos! Sin bolígrafo ni papel ni goma ni estampillas: teclado y monitor nos permiten clac clac clac digitar nuestros sentimientos y pensamientos – en esto nada cambia – y, sin tachones ni borrones, que para eso está el “delete”, ponen frente a nosotros, listo para el envío, ese nuevo formato de la vieja carta, el ubicuo “e-mail”... que luego de un clic para el “send” se nos pierde de vista y sin que sepamos muy bien cómo (antes sí sabíamos: pasaba el cartero por el buzón de la esquina y) pero rápido, mucho más rápido que antes, son transformados y trasladados por el nuevo cartero virtual hasta una pantalla lejana en la que, como las viejas cartas, será leído y sentido y pensado; ojalá, claro... respondido pero, a veces, simplemente borrado y enviado sin pena ni gloria al basurero virtual. Así, un sinnúmero de unos y ceros se entrelazan de las formas más peculiares para sustituir y acelerar casi hasta lo imposible nuestra comunicación. ¿Y saben qué? ¡Tiene su encanto!

Es cierto, en el proceso hay una pérdida ¿cómo no? Pero, también y sin duda hay una ganancia. En todo caso, es distinto pero es igual: permanece el encanto – abreviado pero no disminuido – de enviar y, sobre todo, de recibir la palabra ajena con todo lo que la palabra puede transportar, independientemente del color de la tinta o el color que los unos y ceros le pongan al “font” de los mensajes recibidos. Tan se mantiene el encanto, que sentimos la desazón ¿no es así? cuando hacemos clic en “send-receive” y nada... ¿cómo, no tengo mensajes?

Los correos electrónicos tal vez acabaron con las viejas cartas de papel pero no con las cartas, que simplemente transmutaron su sustancia. De hecho, con este nuevo formato, empezamos a escribir muchas más cartas que antes. Tal vez ya no tan largas ni tan cuidadas como cuando tardaban tanto y eran una cada mes, cada dos meses: ahora el correo es más corto, más rápido, más frecuente... pero igual nos comunica y nos acerca, nos ilusiona, nos conmueve (también nos agobia cuando la gente abusa – junk mail – igual que nos molestaba antaño recibir un sobre, abrirlo, y encontrar dentro un mensaje genérico, un anuncio, una no-carta-para-mí).

Pero aunque todo esto suene muy presente... en realidad hablo del pasado, todo eso fue ayer. Seguimos usando los correos, claro, pero ya son cosa vieja, de ayer. Hoy – empezando por los jóvenes, que en esto son nativos y no migrantes como nosotros – ya es mañana, y encontramos mecanismos de comunicación que hace unos días (no puedo decir años) nos habrían sorprendido. Blogs en los que millones de personas escriben no saben para quién pero sí saben para qué: tienen algo que decir y han encontrado un camino mágico (es decir, un poco incomprensible) que pone sus palabras – opiniones, sensaciones, emociones – en ojos de otros ¿cuáles otros? A veces amigos a quienes damos la dirección de nuestro blog pero, muchas veces, gente cualquiera que se asoma furtiva, por accidente, por curiosidad, por recomendación o búsqueda obsesiva y encuentra nuestros unos y ceros transformados en algo visible para todo el que quiera verlo. ¿Cómo no entender el nuevo encanto de estas cartas al mundo? ¿Cómo no sentir un escalofrío ante la reacción de un completo extraño a nuestras letras?

Un paso más: mensajes de ciento cuarenta caracteres. Twits. ¿Qué son ciento cuarenta caracteres? Ni más ni menos que este parrafito y punto.

¿No es una locura? No. Es un twit. ¿Traducción? Supongo que sería un pío-pío, pero ya sabemos que las traducciones en ésta mundo virtual no funcionan muy bien: es más bien un tuit. Alguien se los inventó y nació Twitter... un lugar en Internet. Un lugar es un decir: ¿alguien sabe dónde está Internet? Pero ahí está Twitter, y permite que la gente escriba sus mensajitos de 140 caracteres – sus twits – para ¿quién? Aquí empieza el nuevo encanto: en parte para los amigos, a quienes damos la dirección de nuestra “homepage”, nuestro hogar tuitero, donde podrán leer nuestros microlétricos mensajes; pero en parte, y sobre todo, para quien quiera inscribirse en la lista de gente que quiere leer lo que escribamos.

Pero, de nuevo ¿qué se puede decir con 140 caracteres? Yo habría dicho que (a ver, seamos honestos: yo dije) ¡nada! ¿Qué se puede decir en menos de dos líneas? ¡Nada! ¿Nada? ¡Todo! ¿Todo? En cierto modo sí: ¿cómo explicar si no que hoy millones de personas se estén cruzando mensajes en Twitter y lo estén encontrando, como las cartas de ayer, encantador? Cada mensaje dice algo, a veces casi nada, a veces una inmensidad... y conecta además con otros mundos: envía al lector del twit a visitar los nidos de otros tuiteros, a descubrir blogs y páginas web en las que le esperan textos cortos, textos largos y contextos en forma de canciones, videos, fotos, dibujos que pueden ser fantásticos o patéticos. Pero, sobre todo, conducen a descubrir las más extrañas combinaciones de personas que, desde todo el mundo – muy cerca algunos, no sabemos de dónde otros – aparecen ahí, en las listas de gente que siguen o son seguidos por algún otro tuitero.

Fácilmente nos sumamos al juego, sobre todo por la libertad que entraña: muy pocas reglas explícitas y algunas implícitas (el respeto es clave y la censura, cuando se viola este principio, es solidaria e implacable); no hay obligación de escribir ni de leer, pero se puede hacer cuando y cuanto se quiera, siempre que sean 140 caracteres a la vez. Es un nuevo mundo o, más bien, una nueva forma de relacionarnos con el mundo y dejar que el mundo se nos acerque y nos sorprenda. Algunos tienen mucho tiempo para esto y lo utilizan febrilmente. Otros – como se dice vulgarmente – lo hacen cada muerte de obispo (algún día habrá que hacer las estadísticas para ver realmente qué significa esta figura). Yo – confieso nuevamente – pensé que no, que Twitter no me atraparía pero ¿por qué no probar? Ni tiempo tengo, así que probablemente – pensé – no entraría a Twitter más de un par de veces antes de confirmar mi juicio previo ¿qué se puede decir con 140 caracteres? Mi sorpresa es la que me llevó a escribir estas líneas, que son una simple invitación al juego: las palabras son misteriosas y parece que se las agencian siempre para encantarnos, capturarnos y ofrecernos al mismo tiempo su poder comunicador – nexo humano por excelencia – aún en formatos tan improbables como el de un tuit... microcosmos que nos abre – si queremos – un universo de posibilidades.

¿Por dónde entrar? Hay miles, millones de puertas. Puede usted entrar por el portón general
http://twitter.com/ o, si gusta, puede entrar por mi ventana: http://twitter.com/leonardogarnier y, a partir de ahí... cada quien hace su camino.

Un hombre, un náufrago

Quien haya encontrado esta botella y esté leyendo estas líneas sabrá que estoy perdido. Perdido en una isla que me salvó la vida y que ahora no suelta, no afloja, como si se sintiera dueña de esa vida salvada. ¿Qué te pasa, estás loco? ¿Qué va a pensar el que lea esto? Sí, ya sé que no, que la isla no, pero es como antes, cuando alguien salvaba la vida de, y luego éste se convertía en su esclavo. Eso soy, esclavo perdido de esta isla tabla, isla cárcel, isla madre, isla tumba. ¿Qué decís? ¿Madre, tumba? Si no es más que una isla, una isla desierta que se atravesó en tu naufragio. Sí, tenés razón – tengo razón – no es más que una isla desierta, nunca madre, nunca tumba, nunca. Y con esos pensamientos repitiéndose en su cabeza perdida, se dejó vencer por el sueño.

Fue así, dormido, que ella lo encontró. Se veía insignificante ahí tirado en el suelo, y más insignificante se sintió al despertar como si unos golpecitos en el hombro le jalonearan el sueño, golpecitos de algo que no podía ser más que parte del mismo sueño o acaso la muerte. Aunque nunca pensó en la muerte así, joven, hermosa. ¿Tomás agua? Preguntó ella sin acento ni timbre de sueño o de muerte. Sí, gracias, tengo sed. Y bebió agua dulce por primera vez desde el naufragio.

Es tan simple – pensó ella – tan masculinamente simple. Y dejó que su sonrisa refrescara los ojos temblorosos y secos del náufrago. Era un hombre. Como los hombres, débil. Como los hombres, perdido. ¿Por qué será siempre así? ¿Estaremos las mujeres predestinadas a este oficio eterno? ¿Eternas cuidadoras? Son tan poca cosa, tan. Se ve dulce, tierno. Tan desvalidos. Ya se tomó el agua y me mira como si. Porque sin una mujer no nacen. Sin una mujer no viven. Ahora se acerca. ¡Qué cara de duda! Ni siquiera podrían morir. ¿Quién es usted, de dónde salió, dónde estamos? Sin una mujer: madre, amante, muerte. Son siempre tan femeninos los destinos del hombre. Vamos, yo cuidaré de ti.

La televisión, la cruz roja y la policía llegaron todas juntas. Unos turistas que visitaron la isla dieron la noticia, y la noticia corrió como loca por la playa y por el horizonte. Los turistas seguían en shock. Un cadáver los sorprendió en una cueva de la isla que visitaban en busca de huevos de tortuga. El cadáver sonriente de un hombre desnudo los sorprendió amable y tranquilo, aferrado a un raído vestido de mujer. Un cadáver sonriente y – a unos pasos – una vieja botella y un trozo de papel. Quien encuentre esta botella sabrá que estoy perdido. Perdido en sus brazos de madre. Perdido en sus besos eternos, amargos, profundos. Perdido por siempre en su isla, muerto.