jueves, 26 de noviembre de 2009

Negro Circular

Leonardo Garnier

El negro cantaba tan bien
cuando lo rasgaban.
Sentía la uña adentrarse
en su piel
y escarbar en sus entrañas
hasta encontrar el canto.

Y entonces
él giraba
y cantaba.

De su alma negra salían,
sumisos,
todos los sonidos.

Del surco de su memoria,
mil veces recorrida y carrasposa,
viajaban los acordes, una y otra vez,
fluidos casi siempre,
pero también en trancos saltarines,
entrecortados y trabados,
hasta recibir el empuje
de la mano amiga
de su audiencia del momento.

Cantaba tan bien el negro
cuando lo rasgaban.
Cantaba alegre, a veces:
eufórico y catártico.
O cantaba triste, trágico,
con tono melancólico.

Cantaba con todas las voces,
con todos los sonidos,
este negro polifacétático.
Y bailaba rítmico, en ronda perenne,
negro brillante, negro musical,
negro recuerdo que endulzaba
nuestros dolores
y alimentaba nuestras pasiones.

Negro que nos tejió,
y repitió paciente tantas veces,
las mismas canciones infantiles.
Negro que tarareó con nosotros
las livianas melodías adolescentes
(que tan profundas se nos antojaban).
Negro que cantó la cumbia
y el merengue que bailamos.
Negro que nos envolvió en baladas
y nos consoló en lamentos.

Negro reggae, negro bolero,
negro salsa.
Negro Serrat, negro Sosa,
negro Parra.
Negro swing, negro jazz,
negro tango.
Negro Silvio, negro Janis,
negro Lennon.
Negro rockero, progresista,
subversivo.

Negro circular. Negro amigo,
cantor y poeta recurrente.
Como vino, se fue tu siglo.
Ya no hay casa para tu baile,
no hay brazo para abrazarte,
no hay uñas para rasgarte
en este mundo compacto.

Envuelto en celofanes arrugados,
y cubiertas gastadas de cartón.
Olvidado en cajas viejas
con gavetas atascadas,
o simplemente reclinado
tragando polvo entre otros
de tu raza y de tu temple.

Ya no hay negro que cante.
Pero siempre habrá
memoria en la memoria,
para el negro
cantor del siglo veinte.

miércoles, 11 de noviembre de 2009

Entre el viento de la razón... y la tempestad de la superstición


Leonardo Garnier
Ministro de Educación Pública, Costa Rica: Junio 29, 2007


“Heredarás el viento...”


Todos recordamos aquella gran película – “Heredarás el viento” – en la que, en un pequeño pueblo norteamericano, un profesor de ciencias es juzgado por enseñar en sus clases la teoría de la evolución. El debate entre el fiscal y el abogado defensor – magistralmente representado por Spencer Tracy – es una pieza de antología de este conflicto milenario entre la razón y el miedo, entre la ciencia y la superstición.


La película es de 1960, estamos en 2007 y las cosas no han cambiado mucho. O tal vez sería más exacto decir que sí han cambiado: hoy sabemos más, tenemos mucho más conocimiento y ciertamente más información; pero nuestras creencias parecen estar más y más alejadas de ese conocimiento, de esa información y mucho más cerca de la magia y la superstición.


Y es que, en efecto, vivimos inmersos en un sistema de creencias. Esto no es bueno o malo en sí mismo, simplemente así somos. El punto está en cómo construimos, cómo sustentamos y cómo – y con qué flexibilidad – estamos dispuestos a modificar nuestras creencias frente a la evidencia, frente a la discusión, frente a los argumentos que las cuestionan y las retan o contradicen. No se trata – como solemos hacer – de defender nuestras creencias frente a la refutación con aquella salida fácil de “la excepción confirma la regla”... sino de entender su verdadero significado: en realidad, “la excepción pone a prueba la regla”.

Dicho en otra forma, el punto es en qué medida nuestras creencias se forman con una sólida base de pensamiento lógico y conocimiento científico o son simplemente creencias que no tienen sustento ni en el conocimiento ni en la lógica, sino en cualquier otra cosa o, incluso, no tienen más sustento que el hecho mismo de ser una creencia compartida, cuyo único mérito es darnos algo de identidad con aquellos que la comparten... y una falsa sensación de certeza y seguridad.


Un curioso terreno fértil para la superstición


Nunca como hoy la humanidad ha tenido a su disposición tanta información, tanto conocimiento, tanta capacidad potencial para comprender racionalmente muchos de los fenómenos y procesos que nos han asombrado a lo largo de la historia. Pero que esto no se malinterprete: no se trata de perder el asombro, sino de aprovechar lo que sabemos hacer – investigar, pensar, discutir – para dotar a cada asombro particular de una explicación razonable – lo que no minimiza ni al sol ni a la lluvia, al terremoto o al cometa, al eclipse o al arco iris, al nacimiento o a la muerte – sino que los vuelve hermosamente comprensibles.


Esto, como ha sido evidente con cada nuevo descubrimiento a lo largo de la historia, abre la puerta a nuevos asombros ante realidades que antes ni siquiera observábamos, asombros que, a su vez, darán paso a nuevas explicaciones: de las sinapsis que operan tras en pensamiento, de las maravillas del genoma, de la siempre deslumbrante relatividad del tiempo y el espacio, del potencial casi imponderable de las tecnologías de la información... En fin, el asombro y la constante búsqueda de explicaciones razonables, de conocimiento – siempre relativo, parcial, gradual y cambiante – pueden ser y han sido las grandes acompañantes en nuestra búsqueda por entendernos mejor y entender mejor este universo en que vivimos.


Sin embargo, y a pesar de eso, nunca como hoy la humanidad ha estado tan dispuesta a creer cualquier cosa. Nunca como hoy, la humanidad ha estado dispuesta – teniendo alternativas razonables – a formar sus creencias con base en cualquier ocurrencia o disparate, sin hacer mayor distinción entre la solidez y rigurosidad de los argumentos que la sustentan... o la charlatanería y manipulación que les ofrece nuevas y milagrosas “explicaciones” para sus asombros. Es el mundo de las píldoras mágicas, de las cremas mágicas, de los libros mágicos que en diez minutos... en fin, un mundo en el que, nuevamente, queremos sustituir el esfuerzo tenaz de buscar el conocimiento y, con su ayuda, construir soluciones reales a nuestros problemas, por la salida fácil de comprar la felicidad, la salud, la identidad... o la vida eterna.


Paradójicamente, potenciado por los propios avances de las tecnologías de la información y la comunicación, se ha abierto así un nuevo y tenebroso espacio para los vendedores de mitos y espejitos que lucran con la angustia humana y la constante búsqueda de salidas milagrosas a lo que solo tiene salidas que demandan esfuerzo propio y sistemático... o que simplemente no tienen salida, porque no todo la tiene. Los ejemplos abundan... y basta prender el televisor para asombrarse – que también esto asombra – con la magnitud de esa necesidad humana de creer en lo que sea, por ridículo que sea. El exceso de información y la complejidad misma del pensamiento científico, parecen haberse convertido, paradójicamente, en el terreno más fértil para el resurgimiento del pensamiento mágico.


Tal vez los casos más graves son aquellos en los que – como en “Heredarás el viento” – frente a conocimientos ya adquiridos y que en su momento sirvieron para correr el velo de nuestra ignorancia, ahora renacen – con nuevos ropajes y apóstoles – las viejas supersticiones y fetiches que descartan, suplantan y revierten el avance hasta entonces logrado por la humanidad y nos devuelven a la oscuridad de la ignorancia y al dominio del hechicero. Darwin se transforma de iluminador... en amenaza.


Lo que sabemos y lo que creemos


¿Por qué es esto tan grave? Porque, contrario a lo que suelen pensar los científicos y los intelectuales, las acciones de los seres humanos se guían mucho más por sus creencias que por sus conocimientos. No es porque sé algo que actúo... sino que actúo porque creo algo, sobre todo si creo intensamente en ese algo. Para que el conocimiento sirva de base a la acción humana, para que el conocimiento científico y la reflexión filosófica sean base de la transformación del mundo, deben dar un paso difícil pero indispensable: tienen que ser comprensibles para la gente pero, más aún, tienen que ser capaces de convertirse en algo más que conocimiento: tienen que ser creíbles para la gente, tienen que volverse parte de nuestros sistemas de creencias, tienen que ser creídos... no simplemente sabidos. En otras palabras, tienen que pasar a ser parte de nuestra cultura.


Este no es un paso fácil. Sólo pensemos cuántas veces en la vida cotidiana actuamos con base en supersticiones, a pesar de que nuestro conocimiento nos haría fácilmente reconocerlas como lo que son: meras supersticiones. La mercantilización del mundo moderno – fuerza de progreso en muchos sentidos – es en este campo una fuerza que, lamentablemente, contribuye con fuerza a igualar y confundir conocimiento con charlatanería, como muestra más de un ejemplo ya clásico en el que, a punta de fuerza mediática, la mentira adquiere status de verdad para millones de personas, a pesar del reclamo inútil de la evidencia.


Esto no le pasa solamente a la gente ‘común y corriente’ (lo digo así porque a veces los científicos no se sienten gente común y corriente... y a veces la gente tampoco los ve así). No, esto afecta incluso a muchos intelectuales y científicos. A veces en su propio campo – lo que es un poco más fácil de detectar y combatir por los pares – pero muchas veces en campos que, si bien ajenos a su experticia científica, no debieran ser ajenos a su pensamiento científico y a su rigor lógico. Aquí, suelen hacer un gran daño promoviendo creencias sin ninguna base científica, pero dotándolas del aura del conocimiento científico: cuántas veces se dice – o se piensa – que “si fulanito cree... debe ser cierto”. De nuevo, una técnica muy usada en mercadeo: nueve de cada diez dentistas, nueve de cada diez médicos, usan...


A partir del asombro... hay dos caminos


De nuevo: ¿por qué es esto tan grave? Porque el asombro, que es maravilloso como fuente de búsqueda, puede conducir entonces con la misma facilidad a un sistema de creencias basado en el pensamiento científico y el razonamiento lógico – en la razón – o a un sistema de creencias basado en la magia o la superstición... en la venta de espejitos.


Mientras la ciencia promueve la duda sistemática, la actitud responsable de la democracia y el respeto por los demás y por sus ideas; la magia promueve la certeza absoluta, la actitud arrogante en unos y sumisa en otros tan típicas del autoritarismo; y el irrespeto o hasta la destrucción del otro y sus ideas. La magia – la solución ignorante del asombro – es la base del fanatismo y el fundamentalismo que son, junto con el egoísmo, la base de esa trágica creencia de que tenemos el derecho... o hasta el deber, de acabar con el otro, con sus ideas y con sus creencias (y, de paso, claro, destruir o quedarnos con sus bienes). Por eso la defensa del pensamiento científico frente al pensamiento mágico es algo más que un ejercicio académico: es un ejercicio político de primer orden: es la última línea de defensa de la libertad y los derechos.


Hace poco sugerí a mi hija menor la lectura de dos libros. Dos libros relativamente viejos: el “Mundo Feliz” – infeliz traducción del Brave New World – de Huxley; y “1984” de Orwell. Quedó asombrada. ¿Cómo podía ser, me dijo, que ellos supieran ya entonces cómo iba a ser el mundo hoy? Lo que ella ve a su alrededor – en la Universidad, en los medios, en la calle – no le parece muy distinto a las macabras pero visionarias caricaturas del mundo que nos plantearon en la primera mitad del siglo veinte Orwell y Huxley: mundos llenos de conocimiento, pero dominados por creencias construidas e imbuidas por sendos y sistemáticos procesos de ‘adaptación y acomodación’ – para recordar al viejo Piaget.


A esto solo falta agregar un nuevo ingrediente, aquel que Albert Hirschman sintetizó tan bien en el título de uno de sus libros: las pasiones y los intereses. Porque, ciertamente, actuamos con base a nuestras creencias. Pero estas creencias a su vez operan en forma recíproca con nuestras pasiones y nuestros intereses. Es tanto más fácil ‘creer’ aquello que confirma y justifica nuestras pasiones y legitima nuestros intereses... que aquello que, incómodo... cuestiona nuestros argumentos, nos golpea la conciencia y nos cuestiona moralmente.


De la certeza mágica al relativismo absurdo


Hoy, en este peculiar período formado por el final de un siglo y el inicio de otro, la situación es particularmente paradójica. Vivimos una época extraña, una época en que, sobrecargados de información y conocimiento, parecieran faltarnos las certezas absolutas, las seguridades absolutas, las identidades absolutas. La ciencia y el conocimiento, en efecto, promueven la duda y la búsqueda, no la certeza tranquilizadora. En un mundo que cambia aceleradamente en los hechos y las explicaciones, vivimos permanentemente angustiados ante la incertidumbre de no tener tan claro como antes qué somos y para qué somos.


Ante ese vacío, se alza tanto el riesgo de la magia, de la respuesta fácil y segura, como el riesgo del relativismo absoluto e igualmente absurdo: en un mundo sin certezas, algunos prefieren pensar que todo se vale, que todo es igual, que no hay ya criterios para distinguir una buena de una mala acción, una buena de una mala idea, una buena de una mala obra de arte, un razonamiento de una ocurrencia, una buena de una mala política, una buena de una mala vida. Todo da igual.


¿Cómo salir de esta trampa? En El valor de elegir, Fernando Savater nos propone un giro radical: frente a las angustias de un mundo en el que ya no encontramos con facilidad las viejas certezas no cabe ninguna de estas salidas: ni el regreso a la magia ni el relativismo brutal. Savater, retomando a los griegos, nos invita a enfrentar la incertidumbre, la pérdida de las certezas absolutas, por un camino típicamente humano: recuperando la ética y la estética, encontrando y construyendo “lo bueno y lo bello” en cada aspecto de nuestra vida cotidiana, valorándolos precisamente por lo que son, es decir, por lo que logramos hacer de ellos mediante nuestra actuación virtuosa. Ahí radica la trascendencia de esos pequeños logros cotidianos que constituyen nuestra vida: en haber aspirado a más no como destino inevitable, sino como fruto de nuestras acciones, de nuestras decisiones, del uso responsable de ese libre albedrío que, a pesar de los pesares, sigue siendo característica esencial del ser humano.


Como ocurre con el conocimiento, apreciar y valorar la vida en su contingencia no significa que nos resignemos a su rutina o su mediocridad. Todo lo contrario, implica un afán permanente por perfeccionar cuanto hemos logrado, aún entendiendo – y sobre todo porque entendemos – su limitada y maravillosa contingencia. Si somos un instante, sepamos serlo de la mejor forma posible. Finalmente, Savater nos recuerda que “la única forma compatible con nuestra contingencia de multiplicar los bienes que apreciamos es intercambiarlos, compartirlos, comunicarlos a nuestros semejantes para que reboten en ellos y vuelvan a nosotros cargados de sentido renovado”.


¿Y la educación, qué papel tiene?


Por todo lo dicho, para formar mejores personas, la educación debe enseñar a valorar y disfrutar tanto lo verdadero como lo bueno y lo bello; debe enseñar a convivir. La educación debe formar para la vida en un sentido integral: tanto para la eficiencia y el emprendimiento como para la ética y la estética; tanto para el disfrute de la vida como para la capacidad de vivir y convivir con los demás: para la ciudadanía.


Los estudiantes, por supuesto, deben desarrollar las destrezas y competencias para aprovechar de la mejor forma los recursos disponibles en la solución de los problemas que enfrenten; pero de la misma forma deben desarrollar su sensibilidad y los valores necesarios para buscar siempre lo verdadero, lo correcto y lo bello... aunque sean ideales inalcanzables en su forma absoluta – es decir, una utopía –: lo que realmente importa, lo que nos transforma, lo que nos hace genuinamente humanos, es la actitud de búsqueda de estos ideales, de esta utopía.


Por eso, así como debemos reforzar y recuperar el pensamiento lógico y científico en nuestra educación – el rigor del pensamiento – es preciso también reintegrar en los espacios y actividades educativas esos aspectos hoy tan descuidados: la apreciación y educación artística, ambiental, deportiva, moral y cívica, que son aspectos intrínsecos de la síntesis clásica entre la disciplina y el gozo, base de la más sana convivencia.


En cuanto al pensamiento científico propiamente dicho, es evidente que se trata de algo más que ‘dar clases de ciencias’: se trata de incorporar el pensamiento lógico, la duda sistemática y la búsqueda rigurosa en todos los campos del saber humano: tan rigurosas deben ser las argumentaciones en matemáticas como en ciencias, en ciencias como en estudios sociales... y guardo una esperanza muy especial para el lenguaje. Creo que ese es el campo ideal para internalizar realmente el pensamiento lógico: la lógica que aprendemos en las ecuaciones físico-matemáticas, en química... o en cualquier otro campo particular, no trasciende con facilidad a los demás campos de nuestro conocimiento y, mucho menos, a nuestra vida cotidiana. Introducir la lógica en la enseñanza del lenguaje: aprender a pensar lógicamente conforme aprendemos a leer y escribir, eso sí que podría hacer una diferencia radical en nuestra cultura científica y en nuestra capacidad – digamos – de ‘leer científicamente’ todo lo que se nos ponga por delante... imágenes incluidas.


De aquí la importancia de nuestra capacidad – como científicos, como intelectuales, como educadores, como políticos y como ciudadanos – de promover una ciudadanía democrática, de promover una forma de convivencia centrada realmente en el reconocimiento y el respeto del otro, una convivencia en que nuestras creencias se asienten cada vez más en nuestros siempre relativos – pero razonables – conocimientos y en esa eterna búsqueda por lo verdadero, lo bueno y lo bello: por esa interminable construcción de eso que llamamos ‘humanidad’.


Por eso, no se trata de abogar por un pensamiento científico pero frío, científico pero desapasionado y, mucho menos, por un pensamiento científico pero sin convicciones. Los afectos, las emociones, las pasiones y los intereses, son elementos consustanciales a nuestro ‘ser humanos’. Es esa peculiar combinación de razón y pasión – Apolo y Dionisio – la que nos hace, precisamente... humanos. La educación es clave en lograr ese balance dinámico que nos permite y nos exige ser, a un tiempo, apasionados y sensatos.


Por el contrario, cuando la educación no juega este papel, cuando el razonamiento lógico, el pensamiento científico y las aspiraciones éticas y estéticas se confunden e igualan con cualquier superstición, con cualquier artilugio, con cualquier ideología, píldora mágica o cristalito moderno; en fin, cuando todo da igual... entonces nuestras creencias y pasiones pierden todo sustento y quedamos a merced de los mercaderes o ideólogos de turno. Entonces, más que viento... heredaremos tempestades. Ya ha ocurrido antes. Está en nosotros que no vuelva a ocurrir.


Ponencia presentada en la Segunda Reunión Preparatoria para la Conferencia Internacional “Ciencia y Bienestar: del Asombro a la Ciudadanía”, organizada por la Academia de Ciencias de Costa Rica y la Academia Mexicana de Ciencias, 29 de junio de 2007