Leonardo Garnier / Ministro de Educación Pública
Si bien hay que educar para las responsabilidades de la vida cotidiana, sabemos que eso no basta: debemos educar, sobre todo, para una vida buena y plena, una vida trascendente. Esto no es fácil en el mundo en que vivimos, un mundo incierto y cargado de temores, presiones y tentaciones que fácilmente nos empujan al egoísmo malsano, al engaño y la envidia; a la autocomplacencia, a buscar el éxito sin importar los medios y sin importar a quién lastimemos en el camino; en fin, un mundo en el que pareciera que todo se vale.
Frente a estos riesgos – lo hemos dicho muchas veces – debemos educar en la ética y en la estética, debemos educar para la convivencia. Nuestros jóvenes no pueden crecer sin criterios propios en un mundo en el que se diluyen el imperativo moral de luchar por aquello que es correcto o noble o el imperativo estético de expresarnos mediante creaciones artísticas que nos conmuevan.
Pero no es fácil educar en la ética. La ética no es algo que se pueda aprender como mera información, ni siquiera como conocimiento, sino como vivencia, como creencia, como convicción. No se aprende con discursos o sermones, sino mediante una metodología que enfrente a los muchachos con ‘dilemas éticos’ de todo tipo. La resolución de estos dilemas no puede ser antojadiza o casual, sino que debe incorporar la adquisición de conocimientos y la construcción de criterios éticos mediante procesos sistemáticos de investigación, reflexión y, sobre todo, deliberación.
Estos dilemas pueden encontrarse en cualquier lado: en los problemas que surgen diariamente en las aulas o los centros educativos; en la vida del barrio o la comunidad; en los periódicos o telenoticieros y, por supuesto, en el arte: ¿Quién mejor que Shakespeare para enfrentarnos con dramáticos dilemas éticos? ¿Cómo no angustiarse frente al Guernica? ¿Quién puede leer sin inmutarse Pedro y el Capitán, de Benedetti; o leer “Desgracia” de Coetzee sin sentir tirones en el alma? ¿Cómo no conmoverse con “Murámonos, Federico”?.
Hay prácticas que deben aprenderse y practicarse hasta que se vuelvan casi intuitivas: hacer lo correcto, hacer el bien, sentir en carne propia el dolor y la alegría ajenas, ser solidarios, disfrutar de la diversidad humana, en fin, ser buenos hermanos es algo que solo se aprende viviendo… y reflexionando sobre cómo vivimos. Pero cuidado, porque si algo es evidente para los estudiantes, es la falta de congruencia entre el discurso y la práctica: los jóvenes fácilmente detectan los “sepulcros blanqueados” que sientan cátedra moral en el aula mientras demuestran lo contrario con su vida y con sus hechos. Hay que predicar con el ejemplo y reflexionar sobre ello.
Finalmente, lo principal: entendamos que no se aprende a ser bueno por conveniencia ni por temor. La zanahoria y el garrote no son buenos instrumentos pedagógicos cuando se trata de sentimientos y valores, cuando se trata de construir criterios éticos, cuando se trata de aprender a hacer lo correcto. ¿Podemos aprender a ser buenos por la ambición del premio que nos espera… o por el miedo del castigo que nos impondrán si no lo somos? No, eso no funciona. Lamentablemente, muchos aún creen que sí… y así educan a nuestros jóvenes: pórtese bien y le doy una buena nota; pórtese mal y la boleta. Desde niños nos maleducan de esa forma: si te portás bien el Niño te traerá muchos regalos… si te portás mal te castigará dejándote sin nada. Así, muchos crecemos creyendo que hay que “ser buenos” porque finalmente eso nos traerá beneficios o premios… y que no hay que “ser malos” porque alguien se dará cuenta y nos castigará. Entendámoslo de una vez por todas: eso no es educación, es mero conductismo y su base no es la ética, ni la bondad, ni el amor, sino el egoísmo, la ambición y el miedo.
Queremos que nuestros jóvenes aprendan a ser buenos porque sí, que aprendan a hacer lo correcto porque sí: porque somos hermanos, porque somos humanos y, como tales, enormemente diversos pero intrínsecamente idénticos. Al convivir y descubrirse en los demás, nuestros jóvenes deben aprender a amar y a actuar en consecuencia. Amar sin condiciones, sin segundas intenciones, sin temores, sin esperar más recompensa que la satisfacción de sentir que se hizo lo correcto, la recompensa peculiar del amor que, como bien dijo San Pablo, no tiene envidia, no presume ni se engríe, no es maleducado ni egoísta; no se irrita, no lleva cuentas del mal; no se alegra de la injusticia, sino que goza con la verdad. Para eso debemos educar, así debemos educar.