lunes, 7 de diciembre de 2009

¡Porque les gusta!


Leonardo Garnier: La Nación 28/1/01


¿Por qué hablar abierta y tranquilamente sobre sexo con los jóvenes? Pues porque el sexo ¡les gusta! No sólo les gusta, sino que les interesa, les atrae, les preocupa, les provoca, les asusta. La sexualidad debe ser un tema cotidiano de nuestras conversaciones, un tema legítimo y aceptable para que los muchachos y muchachas lean, vean, hablen y piensen. De lo contrario, quedará relegada a los espacios prohibidos, censurados, escondidos, morbosos.

Siempre me ha asombrado esa mentalidad de avestruz con que enfrentamos este tema. Sabemos que el sexo está ahí, que es parte plena de nuestras vidas, que los muchachos y muchachas irán entrando de una forma u otra a la vida sexual. Pero evitamos hablar de ello, como si con el silencio quedáramos exonerados de toda culpa por lo que pueda pasar. Y ni qué decir de las posiciones que la mayor parte de las veces asume la Iglesia, para la que el sexo parece ser un mal necesario pero un mal al fin y al cabo: eso que hay que hacer para que la especie se reproduzca.


¿Cómo sorprendernos entonces de que a los muchachos les dé entre pereza y risa hablar de sexo con los adultos? Su vida está llena de sexo. Piensan, sienten, recuerdan, se ilusionan, se frustran y se ilusionan de nuevo con el sexo. Todo les habla de sexo. Hay sexo en las canciones, en las películas, en las revistas. Se habla de sexo en los recreos y a la salida de clase. Hay sexo en los papelitos que se pasan furtivos en clase. Hay sexo los fines de semana, sexo en el paseo, sexo en el baile. Hay sexo en el sueño. ¿Cómo ocultarlo?


Los seres humanos somos seres sexuados, y la vida sexual tiene múltiples manifestaciones, no se reduce al acto sexual o coito, que es lo que para muchos significa el sexo. Puede haber sexualidad en darse la mano, en cruzarse una mirada, en conversar usando la voz como caricia, en abrazarse, en el beso y el aprete. La vida sexual se relaciona con la simpatía, con la amistad, con la pasión, con el amor... y el desamor. La sexualidad joven es, además, una de las formas más intensas y bonitas de aprender sobre los demás y sobre nosotros mismos, sobre el amor y la amistad, sobre las pasiones, sobre el dolor y el sufrimiento, sobre el perdón y el respeto. Y eso la hace aún más interesante, más compleja y más riesgosa. Y como la vida misma, la vida sexual tiene que ser buena, tiene que gozarse, tiene que vivirse plenamente para enriquecernos y hacernos crecer.


Pero el sexo se relaciona además con la reproducción de la vida, lo que lo hace noble y maravilloso en un sentido que nos trasciende, que nos hace realmente otros. Este, sin embargo, es un sentido que también puede resultar trágico, como cuando, por desconocimiento o irresponsabilidad, el sexo produce enfermedad y muerte; o cuando nos reproduce irresponsablemente, sin amor, sin afecto, sin asumir la responsabilidad plena de la maternidad y paternidad. Sólo recordemos que, en nuestra América, los embarazos se han convertido en la principal causa de muerte para las muchachas de 15 a 19 años; y que hoy el SIDA es algo más que una enfermedad de transmisión sexual: es una sentencia de muerte.


Por eso, hablemos de sexo con los jóvenes. Que puedan verlo como un componente normal y agradable de sus vidas, como algo emocionante, algo serio, como parte de su propio desarrollo. Esto no es un llamado a la promiscuidad ni al desenfreno – como bien saben mis hijas. Pienso que en el sexo no debe haber apuro. Cuanto más tarde se llegue a la plena intimidad sexual, más se apreciará y se gozará cada paso, cada detalle, cada nueva sensación. También serán menores los riesgos emocionales, los riesgos de salud, los riesgos de embarazos precoces y no deseados. Despacio y con buena letra, decían antes, y esa parece seguir siendo una buena receta. Pero ir despacio no significa ir a escondidas, sino todo lo contrario: hablar mucho y muy seguido sobre sexo con los jóvenes, y que hablen mucho entre ellos.


Y sería bueno hablar de sexo también entre nosotros. Si los que ya no somos tan jóvenes queremos seguir viviendo plenamente, debiéramos recordar que el sexo es intenso y es sabroso, que es agradable, bonito y placentero. Que nos acerca al ser querido y que, si lo sabemos hacer, no sólo es inofensivo y seguro, sino saludable para el cuerpo y para el alma.



Sexo, amor y miedo


¿Qué cosa extraña será el amor para don Jorge Rossi, que no lo encontró en mi artículo sobre el sexo y los jóvenes? Y es que así fue como lo dijo: “al artículo le falta algo esencial, básico y fundamental en cuanto a la sexualidad y a todo en la vida: el amor”.


Revisé, asombrado, mi artículo... y allí estaba el amor. ¿Por qué no lo vio don Jorge? “La vida sexual se relaciona con la simpatía, con la amistad, con la pasión, con el amor... y el desamor”. ¿Por qué no lo vio? “La sexualidad joven es, además, una de las formas más intensas y bonitas de aprender sobre los demás y sobre nosotros mismos, sobre el amor y la amistad, sobre las pasiones, sobre el dolor y el sufrimiento, sobre el perdón y el respeto”. No lo vio. Y tampoco lo vio cuando dije que el sexo “nos acerca al ser querido y, si lo sabemos hacer, no sólo es inofensivo y seguro, sino saludable para el cuerpo y para el alma”. No, don Jorge no encontró el amor, aunque el artículo prevenía incluso contra ese sexo que “nos reproduce irresponsablemente, sin amor, sin afecto, sin asumir la responsabilidad plena de la paternidad”.


¿Por qué no vio el amor don Jorge? No lo sé. Tal vez porque, como muchos, piensa que, para ser bueno, el sexo sólo debe darse en el contexto de lo que él llama “el amor normal y legítimo adecuado a las necesidades familiares, orientado a la estabilidad y a todo lo agradable que tiene el matrimonio bien llevado”. Así, la sexualidad sólo tendría sentido cuando se orienta al matrimonio.


Lo que probablemente le molestó de mi artículo no fue, entonces, la ausencia del amor, sino la posibilidad de pensar en el sexo como algo que si bien encuentra una de sus mejores manifestaciones en el amor conyugal, no se puede reducir a él. Así como hay muchas formas de amor que no tienen relación alguna con el sexo, hay muchas manifestaciones de la vida sexual que no exigen, para ser buenas, el contexto del amor conyugal.


¿No hemos experimentado casi todos, en distintos momentos, una forma u otra de placer sexual, sin que estuviera necesariamente encaminada al matrimonio? Eso es normal, y no hay nada de malo en ello. El coqueteo es claramente sexual y estimulante, pero no tiene por qué haber amor en cada coqueteo. Son sexuales, hermosas y sanas las caricias de una pareja de jóvenes que se gustan, sin que tengan para ello que estar pensando ya en el matrimonio. Nos excitan muchas veces las escenas eróticas del buen arte, sin necesidad de caer en la vulgaridad o la pornografía. Pero tampoco hay amor de por medio. Y la masturbación, solitaria por naturaleza, no deja por eso de ser el normal disfrute de la propia sexualidad.


Creo, como don Jorge, que el amor es esencial, básico y fundamental. No le tengamos miedo al amor. Pero tampoco le tengamos miedo a la ternura, al afecto, a la caricia, al sexo. Y entendamos la riqueza que cada una de estas manifestaciones humanas encierra. No reduzcamos el sexo al coito, ni el amor al sexo. No nos resignemos a las visiones maniqueas que separan el cuerpo del alma y el alma del cuerpo, haciéndonos creer que es buena el alma y malo el cuerpo, santo el espíritu y perversa la carne, noble la razón y abominable la pasión. No es cierto. Un alma sin cuerpo, una carne sin espíritu, la pura razón abstracta, la pasión vacía... ninguna por sí mismas nos haría humanos. Somos todo eso a la vez, y más. Eso es lo que nos hace humanos: así fuimos creados. Por eso, liberémonos del miedo y arriesguémonos a vivir y a sentir plenamente. Amemos todo lo que podamos y no prediquemos falsas culpas, ni pretendamos que los muchachos sean buenos porque les inculcamos el miedo. Porque nunca el amor nació del miedo.


La Nación, 21/2/01

viernes, 4 de diciembre de 2009

Graffitis y poemas

“Las miradas se evaporan en el parpadeo de un planeta que deja de ser redondo”... así, como sin querer, este trozo de poema se nos mete entre los ojos cada vez que subimos por la avenida diez hacia Zapote o hacia San Pedro. Hace tiempo había pensado en escribir unas líneas sobre ese “graffiti” que, ilustrando, manchando o ensuciando esa pared esquinera, antes privada y ahora tan pública, ha despertado la curiosidad de muchos y ha avivado el gusto por la poesía más que tantos libros... ya que sólo buscan los libros de poesía quienes gustan de ella... pero el graffiti se nos mete entre los ojos... haciendo que mis hijas lo reciten de memoria y hasta que Isabel, la menor, me diga que ese es su poema favorito aunque, como nos ocurre siempre con los poemas, no termina de entender completamente su sentido.


Pero mientras yo sólo lo pensaba, mi amigo Enrique Góngora se dio a la tarea de llevar las miradas que se evaporan desde la pared pública de la poesía, hasta la página quince de La Nación. Sólo que a Enrique no le gustó el poema. Más aún aprovecha este inocente (¿lo será?) graffiti para arremeter contra lo que él llama “la poesía actual”. Según Enrique, su formación de matemático lo hace no comprar los libros y revistas en que esta aparece, y prefiere quedarse con sus clásicos. Pero como el graffiti no le permitió evitarlo, tuvo que leerlo y decir: “por mi parte, creo que no sería conveniente escribir en forma graffitosa un poema de Catulo o Goethe. Si un poema graffitoso puede considerarse como un irrespeto a la pared, un graffiti de un tal maestro podríamos considerar que es un irrespeto a él”.


No cabe aquí entrar en las razones o las sinrazones por las que Enrique rechaza desde el graffiti hasta la poesía actual. Sólo quisiera, por gusto más que por razones, ya que la poesía, como todo arte, entiende más de gustos y pasiones que de métricas y de razones, ofrecer un punto de vista discrepante, y tal vez, para algunos, discordante. La poesía no puede dejarnos impolutos. No puede dejar de conmovernos. No puede atravesarnos sin dejarnos una huella duradera. A la poesía no se puede ser indiferente. ¿Qué es poesía? ¿Qué es buena poesía? ¿Cuál de la poesía actual llegará, con la prueba del tiempo a ser considerada clásica? ¿Cuál de la poesía que Enrique hoy llama clásica fue, en su tiempo, tanto o más actual y ofensiva que el graffiti? No pretendo, ni puedo responder estas preguntas... pero puedo, y quiero preguntarlas, y que cada uno intente su respuesta, pero que no intente imponer la suya como nuestra.


Así, más que responder, lo único que puedo hacer es acumular trozos de lo que podría haber sido poema o graffiti, según el momento, según el medio, según el gusto de cada cual.


El cielo pesa lo mismo
que una cantera de piedra.
Sobre la piedra del mundo
son de piedra las estrellas...
y las miradas se evaporan...
la guitarra, hace llorar a los sueños.
El sollozo de las almas perdidas,
se escapa por su boca redonda...
en el parpadeo de un planeta
que deja de ser redondo.


De mi sangre saltó una estrella verde.
Y verdín, verdinal y verdolaga,
mayo estira su lluvia hasta diciembre
en el trópico verde... de un planeta...
Sobre un peñón de la costa
que bate el mar noche y día,
se alza gigante y sombría
ancha torre secular...
de un planeta que deja de ser redondo.


También yo soy indomable,
también yo soy intraducible,
yo hago resonar mi bárbaro aullido
sobre los techos del mundo...
que deja de ser redondo.


Llueve como si llorara
a raudales un ojo inmenso,
un ojo gris, desangrado,
pisoteado en el cielo... y las miradas,
las miradas se evaporan en el parpadeo...


La noche borra noches en tu rostro,
derrama aceites en tus secos párpados,
quema en tu frente el pensamiento
y atrás del pensamiento la memoria...
de un planeta que deja de ser redondo.


Así pues, esparcid por esta angosta casa de tablas
todo el ámbito de la creación en gran exceso,
e id, con velocidad prudente, desde el cielo,
pasando por el mundo hasta el infierno...
donde las miradas se evaporan.


Así, nuestro graffiti coexiste con los poetas, clásicos o actuales, poco importa, con Juan Ramón Jiménez y con Lorca, con Azofeifa y Gaspar Núñez; se mezcla con Whitman, con Miguel Hernández, con Octavio Paz, para cerrar con los versos mismos con que Goethe iniciara su potente Fausto. Todo, mientras las miradas se evaporan... en el parpadeo de un planeta que deja de ser redondo.


La Nación, 25/12/96

¿Me entiende?

Leonardo Garnier




-Rojitas, ¿cómo me explica esto... no le da vergüenza entregar un trabajo que no sería digno ni de un alumno de tercer año?


-Perdón don Manuel, seguro no entendí bien, bueno sí entendí pero no exactamente. Tal vez lo que usted quería era otra cosa...


-¡Otra cosa, otra cosa! Usted de verdad es más duro de entendedera que un bloque de granito egipcio. ¡Por supuesto que yo quería otra cosa! Y no es que la quería, es que la quiero... más bien, la necesito para hoy mismo en la tarde, así que usted vuelve a su oficina, toma esa cosa que lleva sobre los hombros y –como si tuviera neuronas en ella— ¡la usa! ¿Me entiende, Rojas?


-Sí señor, por supuesto señor, pero, bueno, no completamente porque ¿cómo le explico? No es que usted no haya sido suficientemente claro, usted siempre es claro, pero todavía no estoy seguro de qué es lo que usted quiere que yo haga y no quisiera...


Yo soy el que no quisiera despachurrarlo a usted como a una cucaracha, pero eso es precisamente lo que voy a hacer si no me trae antes del final del día ese trabajo exactamente como se lo pedí... ¿no ve que de la presentación que yo haga en la Junta de esta noche depende mi... el futuro de esta compañía? ¿Me entiende?


-Sí señor, como usted diga señor. Entonces lo que usted quiere es un documento serio, claro, conciso, que explique por qué no hay que hacer esa inversión, y que les demuestre que los estudios anteriores estaban mal hechos, bueno –qué digo— que no estaban tan bien hechos como pensábamos...


-¿Pero qué dice Rojas? ¿Está usted loco de remate? ¡Yo personalmente he estado impulsando ese negocio! ¿No se da cuenta de lo que esa compra significa para mi gestión? ¿No ve que con eso yo habría convertido a esta empresa en la más grande de la zona? ¡Eso es lo que los accionistas quieren, pedazo de crápula! Ah... por eso es que la gente como yo está donde estoy, y la gente como usted está... ahí ¿Me entiende, Rojas?


-Como usted diga señor, yo sólo trataba de hacer bien mi trabajo, bueno, tan bien como estuviera a mi alcance... perdone. Fue por eso que ayer, cuando revisé los datos, me extrañó un poco que no se hubiera tomado en cuenta el impacto de la baja de aranceles, porque eso podría sacar del negocio a esa empresa que se quiere comprar pero, claro, fue sólo una ocurrencia mía, algo debo haber pasado por alto... ¿qué se yo? En fin, al abuelo también le extrañó cuando lo conversamos anoche, pero ¿qué sabe un viejo contador de estas cosas? Ah... y por cierto señor, no es Rojas, es Rioja, más bien de la Rioja, como en el logo de la compañía... “De la Rioja”. Ya ve, supongo que no fue tan buena la idea del viejo, eso de empezar desde abajo en la empresa de la familia. O tal vez sí... ¿me entiende, don Manuel?

jueves, 26 de noviembre de 2009

Negro Circular

Leonardo Garnier

El negro cantaba tan bien
cuando lo rasgaban.
Sentía la uña adentrarse
en su piel
y escarbar en sus entrañas
hasta encontrar el canto.

Y entonces
él giraba
y cantaba.

De su alma negra salían,
sumisos,
todos los sonidos.

Del surco de su memoria,
mil veces recorrida y carrasposa,
viajaban los acordes, una y otra vez,
fluidos casi siempre,
pero también en trancos saltarines,
entrecortados y trabados,
hasta recibir el empuje
de la mano amiga
de su audiencia del momento.

Cantaba tan bien el negro
cuando lo rasgaban.
Cantaba alegre, a veces:
eufórico y catártico.
O cantaba triste, trágico,
con tono melancólico.

Cantaba con todas las voces,
con todos los sonidos,
este negro polifacétático.
Y bailaba rítmico, en ronda perenne,
negro brillante, negro musical,
negro recuerdo que endulzaba
nuestros dolores
y alimentaba nuestras pasiones.

Negro que nos tejió,
y repitió paciente tantas veces,
las mismas canciones infantiles.
Negro que tarareó con nosotros
las livianas melodías adolescentes
(que tan profundas se nos antojaban).
Negro que cantó la cumbia
y el merengue que bailamos.
Negro que nos envolvió en baladas
y nos consoló en lamentos.

Negro reggae, negro bolero,
negro salsa.
Negro Serrat, negro Sosa,
negro Parra.
Negro swing, negro jazz,
negro tango.
Negro Silvio, negro Janis,
negro Lennon.
Negro rockero, progresista,
subversivo.

Negro circular. Negro amigo,
cantor y poeta recurrente.
Como vino, se fue tu siglo.
Ya no hay casa para tu baile,
no hay brazo para abrazarte,
no hay uñas para rasgarte
en este mundo compacto.

Envuelto en celofanes arrugados,
y cubiertas gastadas de cartón.
Olvidado en cajas viejas
con gavetas atascadas,
o simplemente reclinado
tragando polvo entre otros
de tu raza y de tu temple.

Ya no hay negro que cante.
Pero siempre habrá
memoria en la memoria,
para el negro
cantor del siglo veinte.

miércoles, 11 de noviembre de 2009

Entre el viento de la razón... y la tempestad de la superstición


Leonardo Garnier
Ministro de Educación Pública, Costa Rica: Junio 29, 2007


“Heredarás el viento...”


Todos recordamos aquella gran película – “Heredarás el viento” – en la que, en un pequeño pueblo norteamericano, un profesor de ciencias es juzgado por enseñar en sus clases la teoría de la evolución. El debate entre el fiscal y el abogado defensor – magistralmente representado por Spencer Tracy – es una pieza de antología de este conflicto milenario entre la razón y el miedo, entre la ciencia y la superstición.


La película es de 1960, estamos en 2007 y las cosas no han cambiado mucho. O tal vez sería más exacto decir que sí han cambiado: hoy sabemos más, tenemos mucho más conocimiento y ciertamente más información; pero nuestras creencias parecen estar más y más alejadas de ese conocimiento, de esa información y mucho más cerca de la magia y la superstición.


Y es que, en efecto, vivimos inmersos en un sistema de creencias. Esto no es bueno o malo en sí mismo, simplemente así somos. El punto está en cómo construimos, cómo sustentamos y cómo – y con qué flexibilidad – estamos dispuestos a modificar nuestras creencias frente a la evidencia, frente a la discusión, frente a los argumentos que las cuestionan y las retan o contradicen. No se trata – como solemos hacer – de defender nuestras creencias frente a la refutación con aquella salida fácil de “la excepción confirma la regla”... sino de entender su verdadero significado: en realidad, “la excepción pone a prueba la regla”.

Dicho en otra forma, el punto es en qué medida nuestras creencias se forman con una sólida base de pensamiento lógico y conocimiento científico o son simplemente creencias que no tienen sustento ni en el conocimiento ni en la lógica, sino en cualquier otra cosa o, incluso, no tienen más sustento que el hecho mismo de ser una creencia compartida, cuyo único mérito es darnos algo de identidad con aquellos que la comparten... y una falsa sensación de certeza y seguridad.


Un curioso terreno fértil para la superstición


Nunca como hoy la humanidad ha tenido a su disposición tanta información, tanto conocimiento, tanta capacidad potencial para comprender racionalmente muchos de los fenómenos y procesos que nos han asombrado a lo largo de la historia. Pero que esto no se malinterprete: no se trata de perder el asombro, sino de aprovechar lo que sabemos hacer – investigar, pensar, discutir – para dotar a cada asombro particular de una explicación razonable – lo que no minimiza ni al sol ni a la lluvia, al terremoto o al cometa, al eclipse o al arco iris, al nacimiento o a la muerte – sino que los vuelve hermosamente comprensibles.


Esto, como ha sido evidente con cada nuevo descubrimiento a lo largo de la historia, abre la puerta a nuevos asombros ante realidades que antes ni siquiera observábamos, asombros que, a su vez, darán paso a nuevas explicaciones: de las sinapsis que operan tras en pensamiento, de las maravillas del genoma, de la siempre deslumbrante relatividad del tiempo y el espacio, del potencial casi imponderable de las tecnologías de la información... En fin, el asombro y la constante búsqueda de explicaciones razonables, de conocimiento – siempre relativo, parcial, gradual y cambiante – pueden ser y han sido las grandes acompañantes en nuestra búsqueda por entendernos mejor y entender mejor este universo en que vivimos.


Sin embargo, y a pesar de eso, nunca como hoy la humanidad ha estado tan dispuesta a creer cualquier cosa. Nunca como hoy, la humanidad ha estado dispuesta – teniendo alternativas razonables – a formar sus creencias con base en cualquier ocurrencia o disparate, sin hacer mayor distinción entre la solidez y rigurosidad de los argumentos que la sustentan... o la charlatanería y manipulación que les ofrece nuevas y milagrosas “explicaciones” para sus asombros. Es el mundo de las píldoras mágicas, de las cremas mágicas, de los libros mágicos que en diez minutos... en fin, un mundo en el que, nuevamente, queremos sustituir el esfuerzo tenaz de buscar el conocimiento y, con su ayuda, construir soluciones reales a nuestros problemas, por la salida fácil de comprar la felicidad, la salud, la identidad... o la vida eterna.


Paradójicamente, potenciado por los propios avances de las tecnologías de la información y la comunicación, se ha abierto así un nuevo y tenebroso espacio para los vendedores de mitos y espejitos que lucran con la angustia humana y la constante búsqueda de salidas milagrosas a lo que solo tiene salidas que demandan esfuerzo propio y sistemático... o que simplemente no tienen salida, porque no todo la tiene. Los ejemplos abundan... y basta prender el televisor para asombrarse – que también esto asombra – con la magnitud de esa necesidad humana de creer en lo que sea, por ridículo que sea. El exceso de información y la complejidad misma del pensamiento científico, parecen haberse convertido, paradójicamente, en el terreno más fértil para el resurgimiento del pensamiento mágico.


Tal vez los casos más graves son aquellos en los que – como en “Heredarás el viento” – frente a conocimientos ya adquiridos y que en su momento sirvieron para correr el velo de nuestra ignorancia, ahora renacen – con nuevos ropajes y apóstoles – las viejas supersticiones y fetiches que descartan, suplantan y revierten el avance hasta entonces logrado por la humanidad y nos devuelven a la oscuridad de la ignorancia y al dominio del hechicero. Darwin se transforma de iluminador... en amenaza.


Lo que sabemos y lo que creemos


¿Por qué es esto tan grave? Porque, contrario a lo que suelen pensar los científicos y los intelectuales, las acciones de los seres humanos se guían mucho más por sus creencias que por sus conocimientos. No es porque sé algo que actúo... sino que actúo porque creo algo, sobre todo si creo intensamente en ese algo. Para que el conocimiento sirva de base a la acción humana, para que el conocimiento científico y la reflexión filosófica sean base de la transformación del mundo, deben dar un paso difícil pero indispensable: tienen que ser comprensibles para la gente pero, más aún, tienen que ser capaces de convertirse en algo más que conocimiento: tienen que ser creíbles para la gente, tienen que volverse parte de nuestros sistemas de creencias, tienen que ser creídos... no simplemente sabidos. En otras palabras, tienen que pasar a ser parte de nuestra cultura.


Este no es un paso fácil. Sólo pensemos cuántas veces en la vida cotidiana actuamos con base en supersticiones, a pesar de que nuestro conocimiento nos haría fácilmente reconocerlas como lo que son: meras supersticiones. La mercantilización del mundo moderno – fuerza de progreso en muchos sentidos – es en este campo una fuerza que, lamentablemente, contribuye con fuerza a igualar y confundir conocimiento con charlatanería, como muestra más de un ejemplo ya clásico en el que, a punta de fuerza mediática, la mentira adquiere status de verdad para millones de personas, a pesar del reclamo inútil de la evidencia.


Esto no le pasa solamente a la gente ‘común y corriente’ (lo digo así porque a veces los científicos no se sienten gente común y corriente... y a veces la gente tampoco los ve así). No, esto afecta incluso a muchos intelectuales y científicos. A veces en su propio campo – lo que es un poco más fácil de detectar y combatir por los pares – pero muchas veces en campos que, si bien ajenos a su experticia científica, no debieran ser ajenos a su pensamiento científico y a su rigor lógico. Aquí, suelen hacer un gran daño promoviendo creencias sin ninguna base científica, pero dotándolas del aura del conocimiento científico: cuántas veces se dice – o se piensa – que “si fulanito cree... debe ser cierto”. De nuevo, una técnica muy usada en mercadeo: nueve de cada diez dentistas, nueve de cada diez médicos, usan...


A partir del asombro... hay dos caminos


De nuevo: ¿por qué es esto tan grave? Porque el asombro, que es maravilloso como fuente de búsqueda, puede conducir entonces con la misma facilidad a un sistema de creencias basado en el pensamiento científico y el razonamiento lógico – en la razón – o a un sistema de creencias basado en la magia o la superstición... en la venta de espejitos.


Mientras la ciencia promueve la duda sistemática, la actitud responsable de la democracia y el respeto por los demás y por sus ideas; la magia promueve la certeza absoluta, la actitud arrogante en unos y sumisa en otros tan típicas del autoritarismo; y el irrespeto o hasta la destrucción del otro y sus ideas. La magia – la solución ignorante del asombro – es la base del fanatismo y el fundamentalismo que son, junto con el egoísmo, la base de esa trágica creencia de que tenemos el derecho... o hasta el deber, de acabar con el otro, con sus ideas y con sus creencias (y, de paso, claro, destruir o quedarnos con sus bienes). Por eso la defensa del pensamiento científico frente al pensamiento mágico es algo más que un ejercicio académico: es un ejercicio político de primer orden: es la última línea de defensa de la libertad y los derechos.


Hace poco sugerí a mi hija menor la lectura de dos libros. Dos libros relativamente viejos: el “Mundo Feliz” – infeliz traducción del Brave New World – de Huxley; y “1984” de Orwell. Quedó asombrada. ¿Cómo podía ser, me dijo, que ellos supieran ya entonces cómo iba a ser el mundo hoy? Lo que ella ve a su alrededor – en la Universidad, en los medios, en la calle – no le parece muy distinto a las macabras pero visionarias caricaturas del mundo que nos plantearon en la primera mitad del siglo veinte Orwell y Huxley: mundos llenos de conocimiento, pero dominados por creencias construidas e imbuidas por sendos y sistemáticos procesos de ‘adaptación y acomodación’ – para recordar al viejo Piaget.


A esto solo falta agregar un nuevo ingrediente, aquel que Albert Hirschman sintetizó tan bien en el título de uno de sus libros: las pasiones y los intereses. Porque, ciertamente, actuamos con base a nuestras creencias. Pero estas creencias a su vez operan en forma recíproca con nuestras pasiones y nuestros intereses. Es tanto más fácil ‘creer’ aquello que confirma y justifica nuestras pasiones y legitima nuestros intereses... que aquello que, incómodo... cuestiona nuestros argumentos, nos golpea la conciencia y nos cuestiona moralmente.


De la certeza mágica al relativismo absurdo


Hoy, en este peculiar período formado por el final de un siglo y el inicio de otro, la situación es particularmente paradójica. Vivimos una época extraña, una época en que, sobrecargados de información y conocimiento, parecieran faltarnos las certezas absolutas, las seguridades absolutas, las identidades absolutas. La ciencia y el conocimiento, en efecto, promueven la duda y la búsqueda, no la certeza tranquilizadora. En un mundo que cambia aceleradamente en los hechos y las explicaciones, vivimos permanentemente angustiados ante la incertidumbre de no tener tan claro como antes qué somos y para qué somos.


Ante ese vacío, se alza tanto el riesgo de la magia, de la respuesta fácil y segura, como el riesgo del relativismo absoluto e igualmente absurdo: en un mundo sin certezas, algunos prefieren pensar que todo se vale, que todo es igual, que no hay ya criterios para distinguir una buena de una mala acción, una buena de una mala idea, una buena de una mala obra de arte, un razonamiento de una ocurrencia, una buena de una mala política, una buena de una mala vida. Todo da igual.


¿Cómo salir de esta trampa? En El valor de elegir, Fernando Savater nos propone un giro radical: frente a las angustias de un mundo en el que ya no encontramos con facilidad las viejas certezas no cabe ninguna de estas salidas: ni el regreso a la magia ni el relativismo brutal. Savater, retomando a los griegos, nos invita a enfrentar la incertidumbre, la pérdida de las certezas absolutas, por un camino típicamente humano: recuperando la ética y la estética, encontrando y construyendo “lo bueno y lo bello” en cada aspecto de nuestra vida cotidiana, valorándolos precisamente por lo que son, es decir, por lo que logramos hacer de ellos mediante nuestra actuación virtuosa. Ahí radica la trascendencia de esos pequeños logros cotidianos que constituyen nuestra vida: en haber aspirado a más no como destino inevitable, sino como fruto de nuestras acciones, de nuestras decisiones, del uso responsable de ese libre albedrío que, a pesar de los pesares, sigue siendo característica esencial del ser humano.


Como ocurre con el conocimiento, apreciar y valorar la vida en su contingencia no significa que nos resignemos a su rutina o su mediocridad. Todo lo contrario, implica un afán permanente por perfeccionar cuanto hemos logrado, aún entendiendo – y sobre todo porque entendemos – su limitada y maravillosa contingencia. Si somos un instante, sepamos serlo de la mejor forma posible. Finalmente, Savater nos recuerda que “la única forma compatible con nuestra contingencia de multiplicar los bienes que apreciamos es intercambiarlos, compartirlos, comunicarlos a nuestros semejantes para que reboten en ellos y vuelvan a nosotros cargados de sentido renovado”.


¿Y la educación, qué papel tiene?


Por todo lo dicho, para formar mejores personas, la educación debe enseñar a valorar y disfrutar tanto lo verdadero como lo bueno y lo bello; debe enseñar a convivir. La educación debe formar para la vida en un sentido integral: tanto para la eficiencia y el emprendimiento como para la ética y la estética; tanto para el disfrute de la vida como para la capacidad de vivir y convivir con los demás: para la ciudadanía.


Los estudiantes, por supuesto, deben desarrollar las destrezas y competencias para aprovechar de la mejor forma los recursos disponibles en la solución de los problemas que enfrenten; pero de la misma forma deben desarrollar su sensibilidad y los valores necesarios para buscar siempre lo verdadero, lo correcto y lo bello... aunque sean ideales inalcanzables en su forma absoluta – es decir, una utopía –: lo que realmente importa, lo que nos transforma, lo que nos hace genuinamente humanos, es la actitud de búsqueda de estos ideales, de esta utopía.


Por eso, así como debemos reforzar y recuperar el pensamiento lógico y científico en nuestra educación – el rigor del pensamiento – es preciso también reintegrar en los espacios y actividades educativas esos aspectos hoy tan descuidados: la apreciación y educación artística, ambiental, deportiva, moral y cívica, que son aspectos intrínsecos de la síntesis clásica entre la disciplina y el gozo, base de la más sana convivencia.


En cuanto al pensamiento científico propiamente dicho, es evidente que se trata de algo más que ‘dar clases de ciencias’: se trata de incorporar el pensamiento lógico, la duda sistemática y la búsqueda rigurosa en todos los campos del saber humano: tan rigurosas deben ser las argumentaciones en matemáticas como en ciencias, en ciencias como en estudios sociales... y guardo una esperanza muy especial para el lenguaje. Creo que ese es el campo ideal para internalizar realmente el pensamiento lógico: la lógica que aprendemos en las ecuaciones físico-matemáticas, en química... o en cualquier otro campo particular, no trasciende con facilidad a los demás campos de nuestro conocimiento y, mucho menos, a nuestra vida cotidiana. Introducir la lógica en la enseñanza del lenguaje: aprender a pensar lógicamente conforme aprendemos a leer y escribir, eso sí que podría hacer una diferencia radical en nuestra cultura científica y en nuestra capacidad – digamos – de ‘leer científicamente’ todo lo que se nos ponga por delante... imágenes incluidas.


De aquí la importancia de nuestra capacidad – como científicos, como intelectuales, como educadores, como políticos y como ciudadanos – de promover una ciudadanía democrática, de promover una forma de convivencia centrada realmente en el reconocimiento y el respeto del otro, una convivencia en que nuestras creencias se asienten cada vez más en nuestros siempre relativos – pero razonables – conocimientos y en esa eterna búsqueda por lo verdadero, lo bueno y lo bello: por esa interminable construcción de eso que llamamos ‘humanidad’.


Por eso, no se trata de abogar por un pensamiento científico pero frío, científico pero desapasionado y, mucho menos, por un pensamiento científico pero sin convicciones. Los afectos, las emociones, las pasiones y los intereses, son elementos consustanciales a nuestro ‘ser humanos’. Es esa peculiar combinación de razón y pasión – Apolo y Dionisio – la que nos hace, precisamente... humanos. La educación es clave en lograr ese balance dinámico que nos permite y nos exige ser, a un tiempo, apasionados y sensatos.


Por el contrario, cuando la educación no juega este papel, cuando el razonamiento lógico, el pensamiento científico y las aspiraciones éticas y estéticas se confunden e igualan con cualquier superstición, con cualquier artilugio, con cualquier ideología, píldora mágica o cristalito moderno; en fin, cuando todo da igual... entonces nuestras creencias y pasiones pierden todo sustento y quedamos a merced de los mercaderes o ideólogos de turno. Entonces, más que viento... heredaremos tempestades. Ya ha ocurrido antes. Está en nosotros que no vuelva a ocurrir.


Ponencia presentada en la Segunda Reunión Preparatoria para la Conferencia Internacional “Ciencia y Bienestar: del Asombro a la Ciudadanía”, organizada por la Academia de Ciencias de Costa Rica y la Academia Mexicana de Ciencias, 29 de junio de 2007

miércoles, 28 de octubre de 2009

En defensa de las fotocopias

Hace unos años - 2002 - pensaba así sobre las fotocopias. Hoy... pienso lo mismo. Su uso sigue siendo necesario, legítimo y legal. Además, quien no lee de joven (aunque sea en fotocopias) nunca leerá libros; lo importante es que los jóvenes lean... cuando puedan tener libros, sin duda los tendrán.

En defensa de las fotocopias: Leonardo Garnier

Sub/versiones – La Nación: Jueves 10 de Octubre, 2002

¿Será de verdad tan grave eso de que la gente fotocopie libros? Yo, tengo mis dudas. Siempre me ha parecido bien que la gente pueda fotocopiar cosas que quiere o necesita leer. Me parece que es bueno para todos: para el que lee, para el que es leído y, aunque suene extraño, hasta para el que vende esos mismos libros que son fotocopiados.

Esto no quiere decir que me parezcan bien las ediciones piratas: eso de hacer un montón de copias o ‘clones’ de un libro y venderlos como negocio, es un vulgar robo de derechos ajenos: robo de los derechos económicos del autor, de los editores y de los comerciantes legítimos. No, de lo que estoy hablando es de otra cosa: de los estudiantes o las personas que necesitan leer uno o varios libros, o capítulos de distintos libros, y no pueden comprarlos, ya sea porque no están en plaza o porque, como suele ocurrir, tienen precios prohibitivos.

Y es que esas son las principales razones por las que la gente fotocopia un libro: porque es la única forma de conseguirlo, o porque es la única forma en que, dados los precios, esa persona, puede adquirirlo. No creo que sean tantos los casos en que las fotocopias sustituyen la compra del libro: la mayoría de la gente no fotocopia los libros que habría comprado, fotocopia los libros que no compraría al precio que tienen.

Por cierto… ¿por qué son tan caros los libros? Lo pregunto porque si algo puede transformar a los millones de lectores de fotocopias en ávidos compradores de libros sería, precisamente, que sus precios fueran más razonables, reflejando los verdaderos costos de producir los libros y no el carácter cautivo del mercado de algunas editoriales, auténticos corsarios del libro.

Las fotocopias permiten – y han permitido ya por casi medio siglo – que mucha gente lea más de lo que habría leído de no existir las fotocopias. Permiten también que muchos autores sean más leídos de lo que lo hubieran sido en ausencia de las fotocopias. ¿Y los vendedores de libros? ¡También han vendido más libros! Aunque podrían no beneficiarse en el momento en que alguien fotocopie este o aquel libro que ellos habrían preferido vender, sí se benefician a la larga… y a la no tan larga: cuando la gente aprende a leer y le coge el gusto a la lectura – así sea con fotocopias – seguirá leyendo toda su vida y, en la medida en que tenga ingresos adecuados, pasará, como tantos hemos pasado, de las fotocopias y los libros prestados a los libros comprados. Más aún, las fotocopias fomentan la lectura incluso en el corto plazo, igual que la radio – y hasta Internet – fomentan la compra de discos, e igual que ‘una probadita’ funciona como ‘gancho’ para la venta de todo buen producto.

Frenemos el negocio ilegítimo de la clonación masiva de libros, pero estimulemos la lectura en todas las formas posibles: por medio de las bibliotecas, de los libros que se prestan entre amigos, de las fotocopias y hasta de los downloads de Internet. Y, por supuesto, también por medio de los libros que se venden en librerías que… eso sí, deberían ser mucho más baratos para que la gente, sobre todo en países pobres y con mala distribución del ingreso, pueda comprarlos.

domingo, 25 de octubre de 2009

“Jóvenes necesitan la política”

Entrevista a Leonardo Garnier

Ricardo Lizano: Revista Poder – Setiembre 2009

Meses atrás, después de escuchar un concierto en el conocido Jazz Café, Leonardo Garnier, fue sorprendido por unos disc-jockey, quienes pusieron a sonar una distorsionada e irreverente versión del Himno Nacional. Minutos después, en el baño, una de sus hijas escuchó a alguien exclamar “¡Qué horror eso que pusieron, lo peor es que allí estaba el ministro de Educación!”. Lejos de incomodarle, a él le pareció fantástico que dos “carajillos” tuvieran la ocurrencia de presentar su versión del himno nacional. Ese acto le hizo recordar la famosa interpretación en guitarra eléctrica, que del himno de los Estados Unidos, ejecutara el legendario y fallecido Jimmy Hendrix, en aquel no menos legendario y emblemático festival de Woodstock, todo un símbolo de la juventud de la que formó parte Garnier.

–Un estudio realizado por este gobierno, divulgado en 2007, demostró el desencanto de los jóvenes con la política. ¿Seguirán pensando igual?

–Es muy difícil saber si el pensamiento de los jóvenes ha cambiado o no de 2007 a esta fecha. En esto se juntan varias cosas: el país atravesó por un período de desilusión con la política por los casos de corrupción que vincularon a ex presidentes de la República. Pero, además, la prensa no los analizó como casos relacionados con ciertas personas, sino que los convirtió en un juicio a la política en general.

Pero esto no es nuevo. Probablemente, desde fines de la administración de Rodrigo Carazo en el país se entronizó un discurso –fenómeno que no fue solo nacional– mediante el que la política se convirtió en algo así como una actividad “enemiga del pueblo.

–¿El discurso de la anti política?

–Efectivamente. Se equiparó política con corrupción o con intereses particulares sin comprender los movimientos de la historia. Además, después de la caída del Muro de Berlín y del desprestigio bien ganado de lo que se llamó el socialismo real, muchos analistas y medios de comunicación concluyeron – lamentablemente – que toda intervención estatal en los mercados era mala.

Se entró en esta etapa, calificada como neoliberal, en la que se extendieron las privatizaciones, desregulaciones y aperturas sin condiciones. Y el problema con algunos de nuestros jóvenes es que llegaron a la edad de participar en política cuando recibían, desde distintas partes, un mensaje negativo. Les decían que la política era una porquería pero no les señalaban que sin vincularse con ella no se pueden enfrentar los retos sociales, financieros y ambientales de una sociedad.

Ahora bien, el Ministerio de Educación Pública (MEP) es un lugar privilegiado para contemplar y analizar estas realidades. Porque no basta con lo que dicen las encuestas, sino que es necesario conocer cómo actúan los jóvenes. Y lo que hemos podido comprobar es que existe mucho interés de ellos por participar, ya sea en actividades electorales, ambientales, artísticas o sociales. Pero eso de que no les interesa la realidad nacional me parece más bien una actitud de los años 80´s ó 90´s.


–¿Diría, entonces, que a la juventud sí le interesa la polít
ica?

–Pienso que sí. Claro, tampoco se trata de idealizar el pasado y sugerir que la época de los años 70´s, que fue muy política, atraía multitudes. Participé activamente y a veces, para cosas muy sensibles que se suponía interesaba a los estudiantes, porque les afectaba directamente y, sin embargo, no llegaban más que unos pocos alumnos.

La verdad es que no siento gran diferencia entre aquella juventud de los 70´s y la actual. Me parece que sí se produjo un bache en los años 80´s y 90´s por el asunto de la antipolítica. Bache que, además y con el perdón de algunos, fue musical pues la calidad de la música por algunos años fue terrible.

–¿De qué otra manera percibe ese interés?

–La música juvenil actual es enormemente política. El rap, el hip-hop y el reggaeton son géneros en los que, si bien hay cosas muy vacías, también se encuentran significados muy profundos. Las canciones de Calle 13, por ejemplo, son tan o más radicales que la música protesta de los años 70´s.

–¿Qué motivaría a los jóvenes a incorporarse. Lucha por empleo, por participar en una actividad deportiva o por lograr libertad sexual, algo que ya muchos disfrutan?

–La política es como el sexo, apasionante. Como cualquier causa. Vivir una vida intrascendente es terrible y si alguien no quiere que su vida sea así es el joven, quien tiene todo por delante. Debe ser aburrido que alguien a los 18, 30 ó 35 años piense que su vida se va a limitar a la marca de sus zapatos o a cuál empresa le vende televisión por cable. Igual que en todas las generaciones, los jóvenes de ahora tienen una necesidad de trascender.

–¿Cómo influye la situación internacional?

–Es significativo lo que pasó en Estados Unidos. Los jóvenes dejaron atrás ocho años de un gobierno muy sin gracia, involucrado en guerras que ellos no querían, lejano de políticas sociales y educativas. Más que por plantear cosas concretas, Barack Obama ganó por presentarse como alguien distinto, fresco, representante de otra generación. Despertó un entusiasmo mucho mayor del que en su momento provocó John F. Kennedy. Mi pregunta es ¿qué hace falta en Costa Rica para que los jóvenes sientan que algo está pasando en política? Porque finalmente, les guste o no, tendrán que administrar el país y por lo tanto deben estar preparados para ejercer el gobierno.

–¿Está sugiriendo que necesitamos una versión tica de la “obamanía”?

–Estas cosas son muy raras. El fenómeno de Brasil es muy interesante. Los ocho años de gobierno de izquierda de Fernando Cardoso, más los ocho de la administración de Lula –más a la izquierda pero muy responsable– acumulan 16 años de gobiernos que han estado haciendo política económica, social y ambiental muy cercanos a la gente. Yo hablo con gente de Brasil y en ellos no se siente ese desencanto con la política como el que se experimentó en países donde los gobiernos dejaron hacer y dejaron pasar.

–Algunos pretenden conquistar a esa juventud con opciones políticas que ya fueron superadas.

–Eso es algo extraño en Costa Rica. En algunos sectores existe cierta idealización del pasado pero, con todos los problemas que pueda tener, la Costa Rica actual es mucho mejor que, por ejemplo, la de los años 70´s. Nuestros sistemas de salud y educación son mejores, lo mismo que la calidad de vida. Porque si bien se produjo un deterioro, producto de la crisis, lo que incrementó la pobreza, ésta sigue siendo más baja que la de los años 70´s e, incluso, menor que antes de esa crisis.

En todo caso, aunque el pasado hubiera sido tan idílico, han pasado más de 30 años y ya no hay retorno factible. No creo que la gente se ilusione con regresar al pasado. Lo importante es plantearse qué es lo que sigue en los próximos cinco, diez o quince años. Todavía no sabemos dónde va a rematar el uso de tecnologías o redes sociales como el Facebook o el Twitter. Eso tendrá un significado político que desconozco pero que será interesantísimo.

–¿Habrá necesidad, a fin de cuentas, de ofrecerle nuevas utopías?

–La juventud universitaria de la que formé parte fue seducida por utopías que resultaron ser demasiado estructuradas. Se fundamentaban en teorías que tenían casi 150 años de existencia y, finalmente, resultaban hasta en dogmas. Eran grandes sueños, demasiado ideológicos, casi religiosos.

En la actualidad los jóvenes no tienen una utopía sino pedacitos de muchas de ellas. Es como si tuvieran un rompecabezas de utopías pero carecen de un gran esquema para poder ordenarlo. Y, claro, a veces da temor que nuevos demagogos capturen parte de esa juventud y le vendan una versión devaluada de viejas utopías. Eso sería terrible.

Un mundo sin utopías no funciona y el gran reto de la juventud actual es cómo construir la suya. Por otra parte, si las utopías no tienen un vínculo con la realidad para efectivamente mejorar el mundo, eso tampoco funciona. Siento que en la actualidad los jóvenes intuyen pedazos de utopía, pero necesitan de un marco que les permita interpretar lo que está pasando. Participar en una o varias ONG o en clubes no será suficiente. En el fondo, necesitan de la política.

–El padrón electoral demuestra la importancia que tendrá el ciudadano joven en las próximas votaciones. ¿Cree que finalmente la gran mayoría votará o se incrementará el abstencionismo?

–Pienso que la gran mayoría votará aunque por supuesto habrá abstencionismo pues arrastramos ese cierto desencanto con la política. Espero que luego de estos años de la administración de Óscar Arias, ese desencanto haya disminuido pues éste ha sido un gobierno activo. El país se quejaba de que los gobiernos no hacían nada y, aunque se discrepe, al actual no se le puede acusar de eso. Este es un gobierno que ha hecho cosas y eso puede contribuir a reducir la apatía.

La gran pregunta que deben hacerse, especialmente quienes están en campaña, es qué quieren los jóvenes de ahora. Eso no lo tenemos claro quienes estamos en los 50 años, ni lo saben quienes están en los 30 y posiblemente no lo saben ni los mismos jóvenes, pues no creo que lo hayan racionalizado aún. Están descontentos con algunas cosas, ilusionados con otras pero no sabemos cómo se traduce eso políticamente.

Costa Rica está en un período de transición; el 48 ya no funciona. Estamos en una etapa de nuevas adscripciones. La memoria política de un joven que va a votar en las próximas elecciones, cuya edad sea 18 ó 19 años, probablemente se remonta, si acaso, a este gobierno y el anterior.

De lo que Leonardo Garnier no tiene duda es que los jóvenes no renunciarán a la búsqueda de nuevas ilusiones pues “un mundo sin utopías no funciona” aunque éstas solo tienen sentido en la medida en que, según dijo, tengan algún vínculo con la realidad. Nadie como él para afirmarlo. Su trabajo lo obliga a mantener un vínculo cotidiano con esa juventud a la que considera oportuno suministrarle “un marco de interpretación de lo que está pasando”, lo que, en la práctica, no significa otra cosa que la política.

martes, 13 de octubre de 2009

La clase: ¡entre los muros!

Leonardo Garnier

“La Clase” – película de Laurent Cantet – plantea con sensibilidad los dilemas de la vida entre los muros de un colegio francés… o de cualquier parte. Probablemente la diversidad estudiantil es aún mayor allá que en nuestras aulas, pues esa es la Europa de hoy: ayer Europa se tomó el mundo, hoy el mundo se les mete por la ventana. “Soy francesa, pero no estoy orgullosa de eso” dice una estudiante. “Yo tampoco” responde Francois, el profesor francés (es decir, francés-francés). Pero la diversidad la vivimos todos y es al mismo tiempo difícil y hermosa: ¿cómo aprender a disfrutar la diversidad, a crecer con ella?

Junto al conflicto de la diversidad Cantet nos muestra el conflicto que surge de esa realidad – las familias, los barrios, los grupos – que inevitablemente permea y transforma el colegio. Aunque lo pretendan, los centros educativos no son ‘burbujas’ aisladas de sus entornos y la película, por cierto, no se llama “La Clase”. En el original francés se llama “Entre los muros”, título que refleja con mucho más fidelidad esa sensación de refugio/cárcel que tienen a veces los colegios, sobre todo en las comunidades donde más se sufren las desigualdades y conflictos sociales. En español, sin embargo, el lenguaje nos permite otro juego de palabras: sólo una letra distingue aula de jaula.

El muro, la jaula, el colegio ¿pretende simplemente contener a los jóvenes mientras se les pasa la juventud? Eso no funciona en la película… ni debe funcionar en la realidad: en el colegio se construye identidad y ahí todos – estudiantes y docentes – son protagonistas que conviven en sus distintas relaciones: estudiantes con docentes, estudiantes con estudiantes, docentes con docentes y, claro, el director… que debe “mantener el orden” aunque en el fondo sabe – o intuye bien – lo que tiene entre manos.

Cantet nos presenta una constante del sistema educativo: el miedo. Cuando hay miedo y desconfianza las respuestas iniciales son casi inevitablemente de agresión, agresión defensiva, agresión mutua: ¿por qué me pide eso? ¿por qué debo leer? ¿por qué le voy a contar de mi vida? – dicen las y los estudiantes. Por su parte, sentimos la frustración del profesor que intenta agrietar el muro mientras desafía sus propios miedos: frente a sus estudiantes, que le retan con y sin razón; y frente a sus colegas, que también. Francois se siente atrapado: se finge duro para no parecer débil ante sus estudiantes... pero no es lo suficientemente duro, no le nace. Entonces la paradoja le cae encima: los estudiantes no lo respetan y eso lo hace aparecer débil frente a sus colegas y el director, para los que el castigo, en espiral ascendente, parece resolverlo todo. Pero ¿lo resuelve?

Ya quisiéramos que fuera tan fácil. En realidad el castigo lo oculta todo: logra que se porten bien, claro, mientras nadie los ve; pero ¿enseña… realmente enseña? Recordemos al joven Sulemán: ¿aprendió más con el castigo – la expulsión – que con la tarea que le forzó a disfrutar de su fotobiografía? La película sugiere que no; tiendo a coincidir.

El dilema frente al castigo es inevitable. Sabemos que no es fácil dar clases a grupos grandes de adolescentes; pero, debiéramos saber también (más que saber, recordar) que ¡no es fácil ser adolescente! El castigo es a veces inevitable, pero resulta siempre una muestra de nuestro fracaso educativo: es un último recurso ante la impotencia. No se malentienda, cuando digo último recurso no digo que no deba usarse; hay momentos en que solo nos queda el castigo: esos momentos en los que simplemente no podemos “no hacer nada” pero tampoco podemos hacer nada más. Pero, aún entonces, el reto es entender el castigo como instrumento educativo, no como venganza ni como simple represión: ¡me la vas a pagar! ¡así vas a aprender! ¿Así? Depende: ¿sabremos castigar educativamente?

Pero no basta; hay mucho más que hacer: construir identidad, perder miedos, abrir canales de comunicación, en fin, romper los muros, esos muros interiores que separan a estudiantes y docentes, a docentes entre sí, a compañeras y compañeros... los separan y enfrentan, muchas veces por diferencias nimias que son más bien las excusas de los pequeños miedos que llevamos dentro y que se agigantan frente a la actitud hostil o agresiva del otro, fruto a su vez de sus miedos particulares.

Hay que hacer de todo un poco, sin garantía, pero con esperanza: desde aprender a conversar, hacer trabajos en común, campamentos, enfrentar retos, hacer y rehacer grupos, romper argollas, jugar roles... siempre con el propósito de conocerse mejor, aceptarse, entenderse, disfrutarse, en fin, de generar complicidades sanas. Hay que hablar y hablar y hablar... es decir, escuchar. En esto el juego puede ser una herramienta poderosa si se usa bien... pero trágica si se pervierte para reforzar diferencias, favoritismos y poderes. Siempre está el arte, pocas cosas sensibilizan más: la fotografía, la plástica, la música y, por supuesto... el enorme poder de la palabra, como bien nos muestra la película. Pocos retos más valiosos que éste: lograr que lean, que escriban, que se lean y se escriban, que se describan... que se acerquen por la palabra, por la imagen, por el sonido, por el juego. Luego, estudiar juntos, enfrentar juntos el reto de aprender, de aprender a ser, a hacerse persona individual y colectivamente. ¿Fácil? No, para nada. Nadie dijo que la educación fuera fácil. Es apasionante y satisfactoria, pero no es fácil: como la vida.

Un detalle final y curioso: la imagen de los muros, del muro, está tan presente en esta película como en The Wall de Pink Floyd, en la que una educación que enladrilla a los estudiantes nos hace terminar coreando con ganas: “we don’t need no education” . No necesitamos una educación que refuerce los muros o profundice los miedos. Necesitamos una educación que escarbe y ensanche las grietas, venciendo los miedos, dejando entrar la luz y el aire para que cada estudiante respire, se mire y pueda encontrarse. Encontrarse consigo mismo. Encontrarse con otros. Romper el muro. Vencer el miedo. Lograr que la jaula vuelva a ser aula: lugar de encuentro.

domingo, 20 de septiembre de 2009

¡No seamos idiotas!

Leonardo Garnier Sub/versiones – La Nación: jueves 23 de Setiembre, 2004

Cuando, como en estas semanas, la política se nos aparece como la porquería que parece… lo que a mucha gente le dan ganas es de salirse… o ni siquiera meterse a la política. Preferimos quedarnos en nuestra vida privada, no complicarnos y, sobre todo, no ensuciarnos. Pero cuidado: los antiguos griegos – nos recuerda Savater – utilizaban una sonora palabra para designar a quien no se metía en política: le llamaban idiotés, que para ellos significaba “persona aislada, sin nada que ofrecer a los demás, obsesionada por las pequeñeces de su casa y, a fin de cuentas, manipulada por todos”.

Y es que buscando refugio en lo nuestro y en lo privado podríamos estar cometiendo un doble error. El error de creer que lo privado es mucho mejor que lo público (aunque bien hemos visto en estos días que buena parte de la corrupción viene, precisamente, de intereses privados); y el error de creer que lo público es menos nuestro que lo privado. Cuando un ladrón se nos mete a la casa y nos roba, no se nos ocurriría renunciar por ello a nuestra casa… y dejársela pasivamente a los delincuentes. Cuando ocurre lo mismo con la casa común, lo peor que podríamos hacer sería, precisamente, renunciar a ella – al país – y dejársela a esos usurpadores disfrazados de representantes. Eso sería una verdadera idiotez.

Hoy más que nunca hay que recuperar la casa común, hay que restituir el sentido de la representación, de la democracia. Y eso, no va a ser fácil. Para empezar, hay que volver a sentirse parte. Hay que ser parte. Hay que participar. Pero hay que participar con sentido, porque democracia no quiere decir participar en todo: sería una locura, sería impracticable, sería aburrido, sería insensato. Pero igualmente insensato es no participar en nada, desentenderse de todo, ya sea porque confiamos ingenuos en nuestros representantes… o porque desconfiamos tanto, que igual preferimos desentendernos. Sin nuestra participación, la democracia no funciona: se vuelve fofa y chula, ineficiente y corrupta.

Para participar, hay que enterarse. Hay que informarse. Hay que conversar, discutir, debatir. Hay que deliberar. Hay que participar críticamente. Y hay que reconocer que, aunque vivamos en la misma casa – o vayamos en el mismo barco – no somos tan iguales, ni tenemos los mismos intereses, ni vivimos en las mismas condiciones, ni tenemos las mismas ventajas… o desventajas. Como bien nos recordaba Manuel Rojas el domingo, mientras algunos van en primera y marcan el rumbo, otros van en el cuarto de máquinas y apenas siguen el ritmo. Por eso no basta que la nave marche… tiene que marchar para todos. La vida en sociedad siempre será compleja, conflictiva, contradictoria. No se trata de abolir esos conflictos, como no se puede, tampoco, eliminar por decreto la corrupción. Lo que una sana vida democrática debe permitirnos es enfrentar esos conflictos y problemas de forma razonable y razonada, sí, pero con un presupuesto básico, y es que, en efecto, la casa común es de todos: nadie tiene derecho a tratar la cosa pública como su propio negocio personal. Por eso, aunque haya mil razones para que se nos quiten las ganas… no seamos idiotas: hay que participar en política.

lunes, 14 de septiembre de 2009

Pasar la antorcha

Leonardo Garnier Ministro de Educación Pública, Setiembre 2009

Junto con los faroles y los desfiles, junto con los bailes típicos y las banderas que adornan el país, una de las imágenes que con más fuerza se asocia a la celebración de nuestra independencia es la del paso de la Antorcha: una costumbre relativamente nueva, se ha convertido en símbolo claro de los procesos que hace ya 188 años condujeron a la independencia de las pequeñas repúblicas centroamericanas.

De país en país

Estudiantes y autoridades educativas de nuestros países hemos procedido en los últimos días – así como lo hicimos ayer en Peñas Blancas – a pasar la antorcha. Pasar la antorcha de país en país, como pasó la noticia en aquellos días de setiembre y octubre de 1821, anunciando y convocando a cada República a asumir su independencia, su autonomía, su identidad y su desarrollo, un desarrollo que debe serlo para todos.

Símbolo poderoso es el paso de la antorcha. Tanto por el fuego – señal de que algo acaba y algo nuevo nace de sus cenizas – como por el gesto aún más significativo de ser una Antorcha viva que corre y pasa de país en país, de mano en mano, vivificando, iluminando y, más que todo, exigiendo a quien la carga que cumpla con su destino, que sepa construirlo y, al hacerlo, que pase dignamente la Antorcha a nuevas manos, que continuarán – cada una a su manera – esta hermosa tarea de construirnos como pueblos, como países, como sociedades del nuevo mundo; porque siempre es nuevo el mundo al que pasamos la Antorcha.

Pasar la antorcha de país en país simboliza también un reto constante: el reto de la convivencia, de la fraternidad entre nuestros pueblos, entre nuestros países, entre nuestros gobiernos. Al cruzar cada frontera el fuego de la antorcha revela el doble carácter de nuestras fronteras: entelequias que separan pero, al mismo tiempo, trazos imaginarios que, por su misma naturaleza, hacen evidente qué tan cerca estamos: tan próximos, que solo nos separan punto y raya, raya y punto.

El paso de la antorcha nos invita, así, a hermanarnos en nuestros rasgos comunes y en nuestras diferencias, a disfrutar y crecer en nuestra diversidad, a combatir la discriminación y los estereotipos odiosos; y a construir juntos eso que llamamos desarrollo y que no es más que una forma abreviada de llamar al bienestar para todos; a la convivencia armoniosa entre todos y con nuestro pródigo pero frágil entorno; al camino que integra la cohesión social con el crecimiento económico; a la vida institucional y democrática que garantiza que los pueblos sean siempre los auténticos dueños de su destino, libres de opresión y libres demagogia.

Pasar la Antorcha de país en país – en Centroamérica – significa además pasar la voz, pasar el pensamiento, pasar las emociones y los sentimientos, pasar la música y el baile y la pintura; pasar los platillos de comida de cada uno al vecino, y comer los del vecino... que si es del vecino es también nuestro, tan nuestro como el gallo pinto, el tamal y la tortilla.

Pasar la Antorcha – símbolo universal – nos invita además a compartir y enriquecer nuestra identidad y nuestra cultura con todo lo que ofrece el mundo; nos llama a enriquecer lo nuestro apropiándonos lo mejor de la cultura universal, haciendo nuestro lo que alguna vez pareció ajeno – como hicimos con la guitarra y la marimba, con el café y la cerveza, con la palabra y la pollera (y hasta con el fútbol, al que llamamos nuestro deporte nacional, aunque no sea este el mejor momento para recordarlo). Así, apropiándonos de lo ajeno a partir de lo nuestro, transformándolo en propio, podremos también aprovecharlo como combustible potente para que nuestra Antorcha costarricense y centroamericana arda también con un fuego universal y constituya un símbolo de nuestro aporte a la Humanidad.

De estudiante a estudiante

La Antorcha pasa de estudiante a estudiante, de joven a joven a lo largo de cientos de kilómetros. Al hacerlo, el paso de la Antorcha surge como símbolo del largo camino que cada uno de ellos deberá recorrer a lo largo de su vida como persona, y todos ellos como ciudadanos de una Patria, como representantes de una región y como herederos y herederas de un planeta. Recorrerán este camino imaginando, diseñando y haciendo realidad los sueños que les permitirán, cuando llegue el momento, heredar dignamente la Antorcha a otros jóvenes, soñadores como ellos, curiosos como ellos, inquietos como ellos, retadores y rebeldes como ellos y como los jóvenes de todos los tiempos. Como debe ser.

Antorcha y estudiantes se funden en su carrera como un solo símbolo: joven y antorcha se hacen una sola imagen, una sola fuerza al recorrer nuestra geografía; la imagen del sueño vivo, del sueño que avanza iluminándonos con su fuego y con su paso; paso firme de piernas jóvenes, fuego de corazones jóvenes, camino de ideas e ilusiones jóvenes.

Jóvenes que hoy estudian, que hoy juegan, que hoy conversan y escriben y chatean, que hoy bailan y cantan, que discuten y alborotan, que a veces pelean y... que aman; pero también jóvenes que hoy se angustian pensando en su futuro, y que nos reclaman por un presente que no siempre les ofrece todas las oportunidades anunciadas por el fuego de la Antorcha que cargan. En Centroamérica – y en esta Costa Rica – nuestra gente joven se siente amenazada por un fuego distinto: fuego de pobreza, fuego de violencia, fuego de drogas y, sobre todo, el fuego de una indiferencia que les quema las alas, las ilusiones y las piernas. Paradójica realidad de nuestros países, capaces de depositar la esperanza en manos de sus jóvenes, pero incapaces a veces de brindarles la educación, la salud, el respeto, la identidad y el afecto necesarios para que el fuego de la antorcha alimente... en vez de consumir sus vidas.

De generación en generación

La antorcha pasa de país en país. La antorcha pasa de estudiante a estudiante. La antorcha debe pasar también de una generación a otra. Tal es la esencia de la vida y de la historia. Tal es el reto de la educación y el desarrollo: tomar lo mejor de las generaciones precedentes, apretar el paso y recorrer la ruta que nos toca, hasta llegar a un punto superior en el que la Antorcha sea digna de ser pasada a las nuevas generaciones.

Mucho se habla de la juventud de hoy, de sus supuestas debilidades y flaquezas, de su desinterés y desidia, de su alegada pérdida de valores. Esto no es nada nuevo: cada generación de jóvenes ha oído los mismos discursos de sus mayores: así fue en los setentas, igual que fue en los cuarentas... o en los años veinte. Los jóvenes siempre parecerán inadecuados a sus mayores: la verdad, es que simplemente son jóvenes.

Los jóvenes de hoy – y esto lo digo con pleno conocimiento y convicción – son realmente dignos herederos de sus abuelos: son personas inquietas, curiosas, preocupadas por su comunidad, por el país, por el ambiente y por el mundo; son apasionados, críticos, rebeldes... como corresponde a su juventud. No tienen todas las respuestas, pero se están haciendo buenas preguntas.

La pregunta que debemos hacernos nosotros – sus padres y madres, sus docentes, sus mayores – es una pregunta muy simple: ¿seremos nosotros dignos portadores de la Antorcha con que nos ha tocado correr, seremos dignos de nuestros padres y madres, dignos de nuestros hijos e hijas? Desde el hogar, desde las aulas, desde los medios de comunicación, desde los púlpitos, desde nuestro lugar de trabajo... ¿estamos contribuyendo como debemos con la formación de nuestra juventud, somos realmente un ejemplo a seguir?

La antorcha que pasemos a nuestra gente joven no puede ser simple brasa que se apaga al paso, por sus miras cortas y su conformismo. Pero cuidado, tampoco puede ser un fuego fatuo que les encandila y les ciega con su brillo inútil, impidiéndoles ver el camino. De nada valen los sueños si no pasan de ser quimeras que solo nos sirven para lamentarnos de lo que no tenemos o no hemos sabido construir. Las verdaderas utopías son aquellas capaces de guiarnos en la acción, aquellas que pueden transformarse en realidades.

Por eso, por lo que hemos logrado, pero más aún por lo que nos queda por lograr, es indispensable que sepamos alzar esa Antorcha, que sepamos llevarla de país en país, de estudiante en estudiante y de generación en generación, para que nuestros sueños se sigan transformando en realidad y nuestra realidad pueda dar paso a nuevos sueños cada vez más ambiciosos. Sepamos ser dignos de nuestra historia.

lunes, 7 de septiembre de 2009

¿Cómo me habría visto de bebé
...con melena?

sábado, 5 de septiembre de 2009

Tontas e indefensas

Leonardo Garnier - Sub/versiones: La Nación, Costa Rica, 20 de enero, 2004

“Preferirían casarse con su asistente, no con su jefe”. Así concluye un estudio recién publicado en Michigan según el cual los hombres preferirían casarse con mujeres que ocupen puestos subordinados al suyo y no con mujeres que sean sus colegas o superiores. “Las mujeres poderosas estén en desventaja en el mercado matrimonial – dice la Dra. Stephanie Brown – porque los hombres prefieren casarse con mujeres menos exitosas.” A esto se agregan los resultados de otro estudio, realizado en Inglaterra, según el cual los hombres inteligentes con puestos demandantes prefieren una esposa tradicional y sumisa, más que una que sea su igual. Los resultados son dramáticos: un alto coeficiente intelectual disminuye las posibilidades matrimoniales de las mujeres en un 35%, pero las eleva en un 40% para los hombres. El mensaje es clarísimo: las mujeres los prefieren inteligentes… pero ellos las prefieren tontas. “Mientras que las mujeres quieren casarse con hombres con los que puedan mantener una buena conversación – dice Maureen Dowd, del New York Times – parece que esos hombres prefieren casarse con mujeres con las que no tengan que conversar”.

Esto me recordó la queja de unas amigas que me aseguraban que a pesar de ser obviamente bonitas, inteligentes, simpáticas y demás cualidades que debieran hacerlas atractivas a cualquier hombre... ninguno parecía darse cuenta. Y no es que sean ermitañas: tienen montones de amigos pero, como ellas mismas dicen, son solo eso: sus amigos; y las tratan como a otro amigo más y nada más. Ustedes – les dije – tienen el “síndrome de Batichica”: “supermujeres” que necesitan un “superhombre” para hacer pareja pero, esos, no abundan. La cosa es todavía más grave, pues Supermán nunca es novio de Superchica, ni Batman se casa con Batichica; y a los superamigos nunca se les ocurre enamorar a la Mujer Maravilla. No, las novias de los superhéroes nunca son otras mujeres poderosas como ellos, sino simples mortales indefensas como Lina Luna o Luisa Lane... “a las que ellos siempre pueden proteger y salvar” – advirtieron, certeras, mis amigas.

De los estudios y las tiras cómicas podríamos concluir que lo que vuelve atractiva a una mujer a ojos masculinos no es su belleza, su simpatía ni – mucho menos – su inteligencia, sino su vulnerabilidad. Ellos necesitan sentirse fuertes, poderosos, necesarios, en fin... hombres; y, para eso, nada mejor que alguien que necesite esa protección, que la disfrute, que la agradezca… y no discuta. Si además de parecer vulnerable, un poco débil, no demasiado inteligente y un tanto insegura, está dispuesta a reconocer los poderes de su protector con repetidas aprobaciones, risas fáciles y su admiración incondicional, tanto mejor: son la miel ideal para los frágiles egos masculinos. Por el contrario, las que no parecen tan vulnerables y, sobre todo, las que parecen invulnerables, podrán ser interesantes, simpáticas y hasta bonitas, pero no: en lugar de atraer a los hombres, más bien los intimidan, los asustan. Ellos las prefieren tontas e indefensas. Por eso, Batichica está sola... ¿hasta cuándo? Les dejo con un consuelo: en la última película de superhéroes, Mr. Incredible se casó con Elástica… y no podía irles mejor. Tal vez haya esperanza.


El primer estudio es el de Stephanie L. Brown, Brian P. Lewis: “Relational dominance and mate-selection criteria: Evidence that males attend to female dominance” Evolution and Human Behavior, Vol. 25, No. 6, December 2004.

El segundo estudio fue realizado por académicos de cuatro universidades británicas: Aberdeen, Bristol, Edinburgh and Glasgow, y reportado por The Sunday Times:
http://www.timesonline.co.uk/article/0,,2087-1423032,00.html

Dos artículos que han hecho referencia a estos resultados son:

Maureen Dowd: “Men Just Want Mommy” The New York Times, January 13, 2005
http://www.nytimes.com/2005/01/13/opinion/13dowd.html?incamp=article_popular_1

John Schwartz: “Glass Ceilings at Altar as well as Boardroom”, The New York Times, December 14, 2004
http://iht.com/articles/2004/12/15/healthscience/snmates.html

miércoles, 2 de septiembre de 2009

Twitter, twit... siempre la palabra

Leonardo Garnier http://twitter.com/leonardogarnier

No hay duda de que, al menos tecnológicamente, vivimos tiempos nuevos. Nuevos en muchos sentidos pero, sobre todo, en términos de nuestra comunicación. ¿Se acuerdan la época de las cartas? Sentarse con un bolígrafo (esos todavía existen) y volcar nuestros sentimientos o pensamientos en un papel, doblarlo cuidadosamente, primero a la mitad, luego en tercios para que cupiera bien en el sobre, del que humedecemos la goma prevista para cerrarlo (ojalá con sabor a menta, pero no siempre). Estampillas – indispensables – y al correo. A partir de ese momento, esperar. Una, dos semanas mientras la carta hace su travesía. Imaginar el momento en que es recibida ¿con ilusión, con angustia, con desdén? ...leída ¿lenta o velozmente? hasta ser finalmente contestada – al menos uno espera – y sometida al mismo rito hasta llegar de vuelta a nosotros ¿cuatro, ocho semanas después?

Tenía su encanto. Eran cartas de todo tipo. Notas de negocios. Cartas de amor. Mensajes para amistades desconocidas – pen pals – que desde otro país hacían amistad con nosotros sin habernos nunca conocido pero que con el tiempo, el papel y la tinta se nos volvían familiares. Cartas al amigo lejano. A los tatas cuando era uno el que estaba lejos. Cartas lentas, de papel, sobre y estampilla... y tiempo, todo el tiempo del mundo para ir y regresar en su recíproca. Tomaba tiempo escribirlas y era tanto el tiempo que tardaba luego su periplo, que las cartas eran casi siempre largas epístolas: varias páginas podían ir cuidadosamente dobladas en el sobre (por eso era bueno aquel papel cebolla, pues las estampillas eran caras).

De pronto, llegaron ellos: nuevos, rápidos ¿qué digo rápidos? ¡Instantáneos correos electrónicos! Sin bolígrafo ni papel ni goma ni estampillas: teclado y monitor nos permiten clac clac clac digitar nuestros sentimientos y pensamientos – en esto nada cambia – y, sin tachones ni borrones, que para eso está el “delete”, ponen frente a nosotros, listo para el envío, ese nuevo formato de la vieja carta, el ubicuo “e-mail”... que luego de un clic para el “send” se nos pierde de vista y sin que sepamos muy bien cómo (antes sí sabíamos: pasaba el cartero por el buzón de la esquina y) pero rápido, mucho más rápido que antes, son transformados y trasladados por el nuevo cartero virtual hasta una pantalla lejana en la que, como las viejas cartas, será leído y sentido y pensado; ojalá, claro... respondido pero, a veces, simplemente borrado y enviado sin pena ni gloria al basurero virtual. Así, un sinnúmero de unos y ceros se entrelazan de las formas más peculiares para sustituir y acelerar casi hasta lo imposible nuestra comunicación. ¿Y saben qué? ¡Tiene su encanto!

Es cierto, en el proceso hay una pérdida ¿cómo no? Pero, también y sin duda hay una ganancia. En todo caso, es distinto pero es igual: permanece el encanto – abreviado pero no disminuido – de enviar y, sobre todo, de recibir la palabra ajena con todo lo que la palabra puede transportar, independientemente del color de la tinta o el color que los unos y ceros le pongan al “font” de los mensajes recibidos. Tan se mantiene el encanto, que sentimos la desazón ¿no es así? cuando hacemos clic en “send-receive” y nada... ¿cómo, no tengo mensajes?

Los correos electrónicos tal vez acabaron con las viejas cartas de papel pero no con las cartas, que simplemente transmutaron su sustancia. De hecho, con este nuevo formato, empezamos a escribir muchas más cartas que antes. Tal vez ya no tan largas ni tan cuidadas como cuando tardaban tanto y eran una cada mes, cada dos meses: ahora el correo es más corto, más rápido, más frecuente... pero igual nos comunica y nos acerca, nos ilusiona, nos conmueve (también nos agobia cuando la gente abusa – junk mail – igual que nos molestaba antaño recibir un sobre, abrirlo, y encontrar dentro un mensaje genérico, un anuncio, una no-carta-para-mí).

Pero aunque todo esto suene muy presente... en realidad hablo del pasado, todo eso fue ayer. Seguimos usando los correos, claro, pero ya son cosa vieja, de ayer. Hoy – empezando por los jóvenes, que en esto son nativos y no migrantes como nosotros – ya es mañana, y encontramos mecanismos de comunicación que hace unos días (no puedo decir años) nos habrían sorprendido. Blogs en los que millones de personas escriben no saben para quién pero sí saben para qué: tienen algo que decir y han encontrado un camino mágico (es decir, un poco incomprensible) que pone sus palabras – opiniones, sensaciones, emociones – en ojos de otros ¿cuáles otros? A veces amigos a quienes damos la dirección de nuestro blog pero, muchas veces, gente cualquiera que se asoma furtiva, por accidente, por curiosidad, por recomendación o búsqueda obsesiva y encuentra nuestros unos y ceros transformados en algo visible para todo el que quiera verlo. ¿Cómo no entender el nuevo encanto de estas cartas al mundo? ¿Cómo no sentir un escalofrío ante la reacción de un completo extraño a nuestras letras?

Un paso más: mensajes de ciento cuarenta caracteres. Twits. ¿Qué son ciento cuarenta caracteres? Ni más ni menos que este parrafito y punto.

¿No es una locura? No. Es un twit. ¿Traducción? Supongo que sería un pío-pío, pero ya sabemos que las traducciones en ésta mundo virtual no funcionan muy bien: es más bien un tuit. Alguien se los inventó y nació Twitter... un lugar en Internet. Un lugar es un decir: ¿alguien sabe dónde está Internet? Pero ahí está Twitter, y permite que la gente escriba sus mensajitos de 140 caracteres – sus twits – para ¿quién? Aquí empieza el nuevo encanto: en parte para los amigos, a quienes damos la dirección de nuestra “homepage”, nuestro hogar tuitero, donde podrán leer nuestros microlétricos mensajes; pero en parte, y sobre todo, para quien quiera inscribirse en la lista de gente que quiere leer lo que escribamos.

Pero, de nuevo ¿qué se puede decir con 140 caracteres? Yo habría dicho que (a ver, seamos honestos: yo dije) ¡nada! ¿Qué se puede decir en menos de dos líneas? ¡Nada! ¿Nada? ¡Todo! ¿Todo? En cierto modo sí: ¿cómo explicar si no que hoy millones de personas se estén cruzando mensajes en Twitter y lo estén encontrando, como las cartas de ayer, encantador? Cada mensaje dice algo, a veces casi nada, a veces una inmensidad... y conecta además con otros mundos: envía al lector del twit a visitar los nidos de otros tuiteros, a descubrir blogs y páginas web en las que le esperan textos cortos, textos largos y contextos en forma de canciones, videos, fotos, dibujos que pueden ser fantásticos o patéticos. Pero, sobre todo, conducen a descubrir las más extrañas combinaciones de personas que, desde todo el mundo – muy cerca algunos, no sabemos de dónde otros – aparecen ahí, en las listas de gente que siguen o son seguidos por algún otro tuitero.

Fácilmente nos sumamos al juego, sobre todo por la libertad que entraña: muy pocas reglas explícitas y algunas implícitas (el respeto es clave y la censura, cuando se viola este principio, es solidaria e implacable); no hay obligación de escribir ni de leer, pero se puede hacer cuando y cuanto se quiera, siempre que sean 140 caracteres a la vez. Es un nuevo mundo o, más bien, una nueva forma de relacionarnos con el mundo y dejar que el mundo se nos acerque y nos sorprenda. Algunos tienen mucho tiempo para esto y lo utilizan febrilmente. Otros – como se dice vulgarmente – lo hacen cada muerte de obispo (algún día habrá que hacer las estadísticas para ver realmente qué significa esta figura). Yo – confieso nuevamente – pensé que no, que Twitter no me atraparía pero ¿por qué no probar? Ni tiempo tengo, así que probablemente – pensé – no entraría a Twitter más de un par de veces antes de confirmar mi juicio previo ¿qué se puede decir con 140 caracteres? Mi sorpresa es la que me llevó a escribir estas líneas, que son una simple invitación al juego: las palabras son misteriosas y parece que se las agencian siempre para encantarnos, capturarnos y ofrecernos al mismo tiempo su poder comunicador – nexo humano por excelencia – aún en formatos tan improbables como el de un tuit... microcosmos que nos abre – si queremos – un universo de posibilidades.

¿Por dónde entrar? Hay miles, millones de puertas. Puede usted entrar por el portón general
http://twitter.com/ o, si gusta, puede entrar por mi ventana: http://twitter.com/leonardogarnier y, a partir de ahí... cada quien hace su camino.